29 de noviembre de 2012

Postal desde Benín - Días de la Atacora


En el número de noviembre de la revista Mundo Negro publiqué este reportaje sobre los días pasados este verano en Benín. Los lectores habituales de este blog saben de lo que hablo, pero, bueno, ahí va. Intento resarciros de la publicación con fotos y con un par de canciones maravillosas, al final.



Días de la Atacora

La Atacora, en el noroeste de Benín, es una región montañosa en la que viven pueblos como los otammaríes o los taneka, que conservan gran parte de sus costumbres ancestrales. Es un territorio hasta cierto punto aislado en el que, gracias a intermediarios como la empresa Eco-Benín, se puede entender un poco cómo transcurre la vida de las comunidades rurales africanas. Una vida tal vez pobre, pero digna y apacible y, en esta región, enmarcada en un paisaje de una belleza poco común.

Solo la luz que proviene de mi habitación, que he abandonado para fumar un último cigarrillo antes de dormir, ilumina un paisaje nocturno con aire de encantamiento. Siento que comprendo el reverencial respeto a la noche de los africanos. No estamos perdidos, pero se podría creer que sí. Las siluetas de los baobabs se recortan contra el cielo oscuro. No se ve nada más en la sombra, y no se escucha ruido alguno en la atalaya del eco-lodge La Perle de l´Atacora. Es como si el universo entero estuviese en calma y en paz.

Cansado, rememoro la belleza del día. La alegre camaradería de Jules. El caminar silencioso, como de estatua de ébano en movimiento, de Mathias. El fulgor verde del valle que nos conducía a Boukombé. Las graciosas formas de las dos líneas de montañas que enmarcaban una escena idílica: suaves colinas coronadas por tata-sombas, las viviendas típicas de los otammaríes que recuerdan a castillos en miniatura, rodeadas de campos en los que la gente aprovechaba la fecundidad de la estación de las lluvias para sembrar maíz, mandioca o ñame. El colorido de los trajes de los grupos que, alegres bajo el sol que calentaba esta mañana la roja tierra de África se dirigían al mercado a comprar o vender, pero, sobre todo, a charlar con viejos conocidos para conocer y dar a conocer novedades y, posiblemente, a beber unos cuantos tragos de tchouk, la cerveza local.


No es éste que describo el único momento de dulce contemplación que experimenté este pasado verano a lo largo de los pocos pero intensos días que pasé en compañía de Ángel y Elena, dos amigos españoles, y de Jules, Mathieu, Parfait y otros compañeros de aventuras africanos en la región de la Atacora, en el noroeste de Benín. Recuerdo también el día en que… Pero, un momento, para contar bien la historia tal vez sea mejor empezar por el principio.

La mala suerte es el comienzo de la buena suerte

Cuando estábamos planeando nuestro viaje por Ghana, Togo y Benín, Ángel y Elena quisieron incluir en el recorrido una visita a Natitingou. La población más importante del noroeste de Benín es un pueblo de tan solo unos 5.000 habitantes. Pero había una razón para querer llegar hasta él. Varios años atrás, algunos amigos comunes habían pasado sus vacaciones allí, ayudando a un grupo de religiosas panameñas a desarrollar sus proyectos de acción social. A los tres nos apetecía conocer a las amigas de nuestros amigos y vivir un poco de lo que habían vivido años atrás.

No tuvimos suerte con las comunicaciones y, cuando llegó la hora de partir, no habíamos tenido noticias de la comunidad, pero decidimos ir a Natitingou de todas formas para conocer la región. Para que alguien nos introdujera en la zona, contactamos con Eco-Benín, una empresa de turismo ecológico beninesa cuya página web tenía muy buena pinta. Prometían guiarnos por el paisaje natural y humano de la región. Yo desconfiaba de las promesas compartirás-la-vida-de-la-gente-local, pero Ángel y Elena eran mayoría, así que nos embarcamos en la empresa. No sabía entonces lo infundada que era mi desconfianza, ni lo agradecido que les estaré siempre a mis amigos por su idea.

Tras un cansado viaje de 10 horas en autobús desde Cotonou, depositamos nuestros ajetreados cuerpos en las rústicas habitaciones del hotel Taneka. Hasta allí se acercó Jules, el coordinador regional de Eco-Benín, a saludarnos y a cerrar los últimos detalles de nuestro recorrido. Eternamente sonriente, Jules repasó con nosotros el programa en una mezcla de inglés y francés, y convinimos vernos pronto en la mañana.

El día en que iniciamos nuestro periplo, Jules nos recogió con Parfait, un chófer otammarí que es, además, presidente de la asociación La Perle de l´Atacora, que agrupa a buena parte de la población de la comuna de Koussoukoingou, cuyo poblado principal, a unos 40 kilómetros de Nati, sería nuestra base de operaciones durante los días siguientes. La sonrisa de Parfait se enmarca en un rostro completamente cubierto de finas escarificaciones que lo convierten en una especie de damasquinado vivo. Este complejo y delicado adorno es marca de la casa de los hombres otammaríes.


Orgullo taneka

En el viejo pero hipercuidado Peugeot de Parfait nos digirimos al primer destino de nuestro recorrido. Aunque íbamos a pasar la mayor parte de los días de Nati entre los otammaríes (llamados despectivamente somba por los colonizadores franceses contra los que lucharon), nuestro primer día en la Atacora iba a ser un día fundamentalmente dedicado a los taneka, otro de los pueblos de la región.

Los taneka son en realidad una parte de un pueblo más amplio, los youm. Son su clan guerrero y sacerdotal. Una gente orgullosa de sus tradiciones, que siguen manteniendo vivas a la par que intentan acompasarlas con la inevitable llegada de la precaria modernidad que empieza a vivir África. En la montañosa región de la Atacora han resistido durante siglos el acoso de pueblos esclavistas como los hausa de la vecina Nigeria o los fon del centro y sur de lo que hoy es Benín y de lo que en su día fue el reino de Abomey.

Empezamos a conocer esa historia de orgullosa resistencia en un pequeño y destartalado, pero interesante y cuidado museo al lado de la carretera. Allí conocemos a Alassane, nuestro guía a lo largo y ancho del universo taneka. Tras visitar la pequeña exposición que reúne algunos ejemplos de los instrumentos musicales, armas de caza y objetos ceremoniales partimos hacia la aldea de Taneka.

La pequeña aldea que es centro de la vida del pueblo taneka descansa en una colina de dulces líneas sobre la que se recortaban las siluetas de cabañas circulares coronadas por techos cónicos de paja y de los baobabs. Una imagen de postal tras la que se oculta una densa riqueza cultural.


A la entrada del poblado nos encontramos con el namari, la autoridad tradicional encargada de las iniciaciones del grupo de edad de los 60 años. Es un anciano de edad indefinida, vestido tan sólo con un gorro de tejido vegetal y un taparrabos de cuero, que fuma una larga pipa que, según las creencias taneka, le permite ver el futuro. Le presentamos nuestros respetos arrodillándonos ante él y él nos bendice con un abanico de crines de animal.


Pero la cosa no ha hecho más que empezar. En las horas siguientes, Alassane nos presenta al youtula, la autoridad tradicional encargada de la iniciación del grupo de edad de los 35 años. Nos lleva a la casa de los espíritus, una cabaña construida con piedras y no con tierra amasada que no tiene puerta. Nos enseña la cabaña en la que los candidatos a rey son encerrados durante siete días sin comida y bebida para probar su carácter. Pasamos por delante del pequeño bosque sagrado en el que se apareció Sangú, el primer ancestro, fundador del pueblo taneka. Nos describe la compleja organización social taneka, en dominada por las autoridades tradicionales, de raigambre religiosa, a las que incluso el rey está subordinado.

La villa está poco poblada y vemos muchas cabañas semiderruidas. Taneka es en realidad un centro ceremonial. Aquí residen permanentemente tan sólo las autoridades tradicionales con sus familiares más directos. El resto de la gente vive en sus poblados agrícolas y acude aquí en las ocasiones en que se celebran alguno de los múltiples ritos que marcan el ritmo de la vida de los taneka. Sobre todo, las iniciaciones de los distintos grupos de edad.

Toda esta riqueza cultural de la región se enmarca en un bello escenario natural. Y tras la visita a Taneka lo comprobamos con un relajante baño en la laguna que forma la cascada de Kota, un bello salto de agua de unos 20 metros de desnivel. Allí nos quitamos el calor del día antes de partir hacia nuestra base de operaciones: el eco-logde La Perle de l´Atacora, en Koussoukoingou. En el camino, África nos regala un espléndido atardecer.


En el País Somba

Koussoukoingou es el corazón de lo que los colonizadores franceses llamaron el país somba. El poblado se extiende por una gran cantidad de terreno. Las casas están muy dispersas, pues tienen a su alrededor los terrenos de cultivo de la familia. En el corazón del corazón está el eco-logde en que nos alojamos, un edificio de dos plantas, recientemente inaugurado y construido gracias a ayudas de la cooperación estadounidense, que imita la edificación típica del país: el tata-somba. Justo enfrente de nosotros, el pozo del agua. Unos 100 metros a nuestra espalda, descendiendo una suave cuesta, la escuela. Y unos 100 metros a nuestra derecha, un destartalado bar, tres centros de referencia fundamentales para los habitantes de Koussoukoingou.

Mathieu es nuestro guía a través de los senderos y la vida de la localidad. Nos habían prometido que Mathieu hablaba inglés. Pero enseguida nos damos cuenta de que no. De hecho, Mathieu es un tipo absolutamente amable, pero absolutamente silencioso. No habla a no ser que se le pregunte (en francés, preferiblemente). Eso sí, cuando habla demuestra un profundo conocimiento de la zona y que su universo vital sigue marcado absolutamente por las coordenadas de la cultura tradicional otammarí.


Con él visitamos la gruta de Oira, una cueva que se esconde tras la cascada del mismo nombre. La boca de la gruta está llena de graneros construidos con tierra de termitero, como es típico de la zona. Mathieu nos explica que éste era uno de los lugares en los que los otammaríes se refugiaban para huir de las razzias esclavistas del rey de Abomey.

Es él quien nos descubre los secretos del tata-somba, la vivienda tradicional otammarí. Se trata de una casa aparentemente pequeña, que asemeja un castillo almenado, pero en la que confluyen tanto elementos simbólicos y religiosos como una estudiada funcionalidad, que hace que en un pequeño espacio se pueda disponer de todo lo que se necesita para cubrir las necesidades básicas de una familia.

A la entrada de la vivienda están los diversos fetiches que velan por la felicidad de la casa y de sus habitantes: el que propicia la buena caza, el que protege de la malaria, el que atrae la suerte. Algunos están separados unos pocos metros de la vivienda. Otros están integrados en sus muros. Todos muestran rastros de sangre y de plumas, testimonio de los sacrificios que se les realiza periódicamente. Las jambas y el marco de la puerta están tachonados de los cráneos y huesos de animales cazados. Es la forma de reconocer al fetiche de la caza los beneficios que ha proporcionado al creyente.

A la entrada, hay una cocina auxiliar dedicada sobre todo a albergar instrumentos para pilar los distintos tipos de cereal que son la base de la alimentación. Después, un corral-cuarto de estar en el que se puede encender fuego. Es el lugar de reunión para la época de lluvias y en donde reposa el pequeño ganado (generalmente cabras y gallinas) a salvo del frío y el agua. A continuación, ligeramente elevada, una sala circular es la cocina para la época de lluvias y una especie de descansillo-hall desde el que se accede al techo del tata.


En el techo encontramos otro hogar en el que se puede cocinar en época seca, tres graneros y tres habitaciones. Las habitaciones son cámaras bajas en las que la gente tiene que entrar tumbada y están exclusivamente dedicadas a dormir. Los graneros, construidos con tierra de termitero, tienen una abertura superior a la que se accede por una escalera africana (ese palo en forma de y griega en el que se esculpen los escalones) por la que se llenan y se vacían. Hay tres habitaciones y tres graneros: para el padre, para la madre y para los niños. Estas divisiones sirven tanto para repartir el espacio como para organizar la economía familiar.

Durante unos días, acompasamos nuestro ritmo al ritmo de la comunidad. Vemos a niños y adultos cultivar, a los niños más chicos pastorear las cabras, nos escondemos en el hueco del baobab gigante de más de 300 años de edad, bebemos unas cervezas en el bar, participamos en la fiesta de graduación de unos jóvenes de la localidad que han terminado un proceso formativo en unos talleres mecánicos de Nati, jugamos al lido (una variante de nuestro parchís muy popular aquí) vemos cómo las mujeres de la localidad elaboran trabajosamente manteca de karité, entramos y salimos de diferentes tatas…

Mathieu, con su sonrisa, su silencio y sus explicaciones,  nos acompaña siempre. Jules nunca anda muy lejos y a menudo contamos también con la compañía de Parfait. Son días apacibles y bellos, como la luz que nos acaricia el último día de nuestra estancia en Koussoukoingou. Tras un agradable paseo por el paisaje encantado de la sabana, sacamos unas copas de vino y vemos atardecer desde la plataforma de cemento de la bomba del agua, mientras vamos saludando a los vecinos que se acercan a llenar sus grandes bidones de plástico para abastecer sus casas. Nos sentimos plenamente realizados.

Entre antílopes y babuinos

No ha amanecido todavía cuando oímos el motor del cuatro por cuatro que nos llevará al Parque Nacional Pendjari. Hemos de partir pronto para recorrer los cerca de ochenta kilómetros que nos separan de Batia, la entrada más cercana del parque. Saludamos a Bernard, nuestro chófer, y a Salim, nuestro guía hausa, que no comerá en todo el día porque está guardando el ayuno del ramadán.

Embarcamos nuestras cosas y partimos, con una mezcla de expectación y de pena. No volveremos ya a ver, seguramente en toda nuestra vida, este poblado de Kousoukoingou en el que tanto hemos disfrutado durante los últimos tres días. Pero, sin duda, será siempre parte de nosotros mientras nuestra memoria siga en pie.

Dormitamos en el camino hasta Batia y, después, abrimos bien nuestros ojos. No llegamos en el mejor momento para observar animales, pues estamos en medio de una estación de lluvias generosa. Eso hace que la hierba de la sabana esté muy alta y los animales no se concentren en torno a escasos puntos de agua, sino que vaguen más libremente por el extenso territorio del parque. Aún así, tenemos ilusión por contemplar algunas de las numerosas especies de aves, mamíferos y reptiles que habitan el parque.


Esa ilusión se ve satisfecha, aunque no de forma espectacular, a lo largo del día. En el recuerdo y en el cuaderno de campo tengo anotados babuinos, águilas de las estepas, calaos, waterbroks, monos rojos, antílopes de diversos tipos… Ni yo ni mis compañeros somos unos naturalistas entusiastas, pero creo que nunca se nos borrará la emoción de ver, desde el sillón instalado en la vaca del cuatro por cuatro, a una leona salir desde la espesura de la hierba, mirarnos entre despectiva y calculadora, decidir que no representábamos ningún peligro y proseguir su camino cruzando la carretera seguida por tres lindos cachorros que cualquiera hubiéramos adoptado inmediatamente como mascotas.

Con o sin animales, el territorio del Parque Nacional Pendjari es, en esta estación de lluvias, inmensamente generoso con los visitantes. Tiene muchas cosas que ofrecer: el verde intenso de una hierba que casi supera en altura el coche en algunos puntos del recorrido; la densidad amenazadora de la sábana arbórea o de corredor que rodea el recorrido del río Pendjari, que marca la frontera con la inminente Burkina Faso; el cielo de una pureza azul increíble, que parece una inmensa turquesa incrustada entre nosotros y los secretos del universo, más allá de la atmósfera…

Fin de fiesta en Tanongou

Tanongou es una aldea de unas cincuenta casas encajada en el fondo de un estrecho valle de la Atacora habitada por gourmanchés, una etnia que proviene de Burkina Faso. Un lugar idílico al que llegamos ya extraordinariamente cansados tras la visita al Pendjari. El todoterreno nos deja a la entrada de Chez Denisse. Denisse es una mujer vivaracha, de unos 30 años de edad, que ha habilitado, dentro del cercado de varias edificaciones que es su casa, un cercado más pequeñito que constituye una pequeña pensión de dos habitaciones, comedor y ducha al aire libre.

Mientras atiendo a alguno de los guías y artesanos locales que se acercan a darnos la bienvenida y, al mismo tiempo, a ofrecernos sus servicios, Ángel y Elena se acomodan en una de las habitaciones y se duchan. Cuando llega mi turno, disfruto enormemente del agua que hago correr sobre mi cabeza usando una pequeña palangana de latón. Es un placer básico. Nada de hidromasajes ni jacuzzis en este rincón de la Atacora. Pero cuando has pasado todo un día bajo el sol de África, un gesto tan elemental proporciona un placer inmenso.

Ha oscurecido ya cuando llega la cena. La tomamos iluminados por una lámpara que se carga gracias a una placa solar. El tendido eléctrico no llega hasta aquí. Aparece el siempre sonriente Jules, que no nos ha acompañado al parque y ha pasado todo el día en el poblado, haciendo gestiones con los dirigentes de la asociación local y los guías y artesanos, con los que la empresa Eco-Benin comparte sus ingresos.

Abrimos una botella de vino de las que cargamos desde Cotonou. Sabemos que para viajar es bueno ir ligeros de equipaje, pero también sabemos cuánto reconforta un trago de tinto después de una larga jornada. Brindamos con Jules y le contamos, satisfechos, el día. Nos vamos a dormir, arrullados por las conversaciones de la gente en la calle, los ladridos de algún perro y el balar de alguna cabra. Bajo la mosquitera, cansado, leo un poco a la luz de la linterna, me revuelvo entre las sábanas y acabo por dormirme pacíficamente.

Los cantos de los gallos nos saludan al día siguiente. Desayunamos y empaquetamos nuestras cosas. Es un día de despedidas, pero no queremos irnos sin visitar la espléndida cascada de Tanongou. Ángel, menos perezoso que Elena y yo, incluso se baña. Nos gustaría disfrutar un poco más de la tranquilidad de este pueblo, pero el tiempo se acaba. Bernard y Salim esperan otro grupo de turistas para visitar el Parque Nacional de Pendjari y hemos estar a una hora razonable en Natitingou. El todoterreno va lleno. Se unen a la expedición una mujer con su niña, que baja a Nati para que le examinen un ojo que no le deja de llorar desde hace una semana. Probablemente tenga un herpes o algún parásito. Le deseamos suerte al despedirnos de ella.

Cuando nuestros amigos nos dejan en el hotel Taneka, completando el recorrido circular de estos días en la Atacora, sentimos un cierto pesar. Sobre todo por Jules, que se ha portado con nosotros como un amigo, más que como un guía. Nos abrazamos efusivamente. Sabemos que es una despedida para siempre. Pero sabemos que la riqueza de lo visto y vivido también lo es, y eso reconforta.

Pero lo que reconforta más son las buenas canciones: Africando y Orchestra Baobab, dos grupos legendarios.


28 de noviembre de 2012

Smoking all over the world - Nápoles


La foto es mala, y el modelo no es bueno. Pero el momento era fantástico. Hace algo más de un mes (sí, hace mucho que no escribo en este blog) que estaba en Nápoles, una ciudad enloquecidamente decadente. En concreto, la foto está tomada en el castillo del Huevo, una imponente fortaleza medieval que parte en dos la línea costera de la ciudad. Al fondo, medio oculto por las nubes, el legendario Vesubio, el sepultador de Pompeya y Herculano.

Viajé solo. Un par de amigos estuvieron a punto de sumarse al viaje en algún momento. No lo hicieron, y tal vez fue mejor así. Era un viaje, en el fondo, para saldar cuentas. Eso sí, no sé muy bien con quien. Tal vez con el pasado, tal vez con el presente o quizás con el futuro. ¿Conmigo mismo? No lo sé. ¿Con el resto del mundo? No tendría por qué, ¿no? Tal vez con todo y con todos. Si averiguo más sobre el tema, prometo contároslo.

Un amigo mío me había advertido que tuviera cuidado con Nápoles, ciudad que él había conocido hacía unos años. No vi allí mucho peligro, aparte del de sucumbir a los miedos de uno. Pero ese peligro nos acecha siempre. Se esconde en los billetes de avión y de tren, pero también en los amores, y hasta desde debajo de la tapa del váter de tu casa de siempre te puede sorprender.

Vi una ciudad llena de iglesias barrocas y de fantasmas que aparecen y desaparecen por entre las piedras carcomidas por el tiempo en las callejas de su casco histórico. Comí la mejor pizza que he probado nunca. Sentí el gusto agridulce de la soledad y conocí algo más del mundo. Son, sin duda, bastantes cosas para tres días. Y suficiente excusa para volver a escribir en este blog.

Como dicen que las imágenes valen por mil palabras, aquí os dejo más de 40.000.  Es sólo hacer click

Bueno, y una canción. Una canción de las eternas. Cómo Nápoles.