En el número de noviembre de la revista Mundo Negro publiqué este reportaje sobre los días pasados este verano en Benín. Los lectores habituales de este blog saben de lo que hablo, pero, bueno, ahí va. Intento resarciros de la publicación con fotos y con un par de canciones maravillosas, al final.
Días de
la Atacora
La Atacora, en el noroeste de Benín, es
una región montañosa en la que viven pueblos como los otammaríes o los taneka,
que conservan gran parte de sus costumbres ancestrales. Es un territorio hasta
cierto punto aislado en el que, gracias a intermediarios como la empresa
Eco-Benín, se puede entender un poco cómo transcurre la vida de las comunidades
rurales africanas. Una vida tal vez pobre, pero digna y apacible y, en esta
región, enmarcada en un paisaje de una belleza poco común.
Solo la luz que proviene de mi
habitación, que he abandonado para fumar un último cigarrillo antes de dormir,
ilumina un paisaje nocturno con aire de encantamiento. Siento que comprendo el
reverencial respeto a la noche de los africanos. No estamos perdidos, pero se
podría creer que sí. Las siluetas de los baobabs se recortan contra el cielo
oscuro. No se ve nada más en la sombra, y no se escucha ruido alguno en la
atalaya del eco-lodge La Perle de l´Atacora. Es como si el universo entero
estuviese en calma y en paz.
Cansado, rememoro la belleza del día. La alegre
camaradería de Jules. El caminar silencioso, como de estatua de ébano en
movimiento, de Mathias. El fulgor verde del valle que nos conducía a Boukombé.
Las graciosas formas de las dos líneas de montañas que enmarcaban una escena
idílica: suaves colinas coronadas por tata-sombas, las viviendas típicas de los
otammaríes que recuerdan a castillos en miniatura, rodeadas de campos en los
que la gente aprovechaba la fecundidad de la estación de las lluvias para
sembrar maíz, mandioca o ñame. El colorido de los trajes de los grupos que,
alegres bajo el sol que calentaba esta mañana la roja tierra de África se
dirigían al mercado a comprar o vender, pero, sobre todo, a charlar con viejos
conocidos para conocer y dar a conocer novedades y, posiblemente, a beber unos
cuantos tragos de tchouk, la cerveza local.
No es éste que describo el único momento
de dulce contemplación que experimenté este pasado verano a lo largo de los
pocos pero intensos días que pasé en compañía de Ángel y Elena, dos amigos
españoles, y de Jules, Mathieu, Parfait y otros compañeros de aventuras
africanos en la región de la Atacora, en el noroeste de Benín. Recuerdo también
el día en que… Pero, un momento, para contar bien la historia tal vez sea mejor
empezar por el principio.
La mala suerte es el comienzo de la buena
suerte
Cuando estábamos planeando nuestro viaje
por Ghana, Togo y Benín, Ángel y Elena quisieron incluir en el recorrido una
visita a Natitingou. La población más importante del noroeste de Benín es un
pueblo de tan solo unos 5.000 habitantes. Pero había una razón para querer
llegar hasta él. Varios años atrás, algunos amigos comunes habían pasado sus
vacaciones allí, ayudando a un grupo de religiosas panameñas a desarrollar sus
proyectos de acción social. A los tres nos apetecía conocer a las amigas de
nuestros amigos y vivir un poco de lo que habían vivido años atrás.
No tuvimos suerte con las comunicaciones
y, cuando llegó la hora de partir, no habíamos tenido noticias de la comunidad,
pero decidimos ir a Natitingou de todas formas para conocer la región. Para que
alguien nos introdujera en la zona, contactamos con Eco-Benín, una empresa de
turismo ecológico beninesa cuya página web tenía muy buena pinta. Prometían guiarnos por el paisaje natural y humano de la
región. Yo desconfiaba de las promesas compartirás-la-vida-de-la-gente-local, pero
Ángel y Elena eran mayoría, así que nos embarcamos en la empresa. No sabía
entonces lo infundada que era mi desconfianza, ni lo agradecido que les estaré
siempre a mis amigos por su idea.
Tras un cansado viaje de 10 horas en
autobús desde Cotonou, depositamos nuestros ajetreados cuerpos en las rústicas
habitaciones del hotel Taneka. Hasta allí se acercó Jules, el coordinador
regional de Eco-Benín, a saludarnos y a cerrar los últimos detalles de nuestro
recorrido. Eternamente sonriente, Jules repasó con nosotros el programa en una
mezcla de inglés y francés, y convinimos vernos pronto en la mañana.
El día en que iniciamos nuestro periplo, Jules
nos recogió con Parfait, un chófer otammarí que es, además, presidente de la
asociación La Perle de l´Atacora, que agrupa a buena parte de la población de
la comuna de Koussoukoingou, cuyo poblado principal, a unos 40 kilómetros de
Nati, sería nuestra base de operaciones durante los días siguientes. La sonrisa
de Parfait se enmarca en un rostro completamente cubierto de finas
escarificaciones que lo convierten en una especie de damasquinado vivo. Este
complejo y delicado adorno es marca de la casa de los hombres otammaríes.
Orgullo taneka
En el viejo pero hipercuidado Peugeot de
Parfait nos digirimos al primer destino de nuestro recorrido. Aunque íbamos a
pasar la mayor parte de los días de Nati entre los otammaríes (llamados
despectivamente somba por los colonizadores franceses contra los que lucharon),
nuestro primer día en la Atacora iba a ser un día fundamentalmente dedicado a
los taneka, otro de los pueblos de la región.
Los taneka son en realidad una parte de
un pueblo más amplio, los youm. Son su clan guerrero y sacerdotal. Una gente
orgullosa de sus tradiciones, que siguen manteniendo vivas a la par que intentan
acompasarlas con la inevitable llegada de la precaria modernidad que empieza a
vivir África. En la montañosa región de la Atacora han resistido durante siglos
el acoso de pueblos esclavistas como los hausa de la vecina Nigeria o los fon
del centro y sur de lo que hoy es Benín y de lo que en su día fue el reino de
Abomey.
Empezamos a conocer esa historia de
orgullosa resistencia en un pequeño y destartalado, pero interesante y cuidado
museo al lado de la carretera. Allí conocemos a Alassane, nuestro guía a lo
largo y ancho del universo taneka. Tras visitar la pequeña exposición que reúne
algunos ejemplos de los instrumentos musicales, armas de caza y objetos
ceremoniales partimos hacia la aldea de Taneka.
La pequeña aldea que es centro de la vida
del pueblo taneka descansa en una colina de dulces líneas sobre la que se
recortaban las siluetas de cabañas circulares coronadas por techos cónicos de
paja y de los baobabs. Una imagen de postal tras la que se oculta una densa
riqueza cultural.
A la entrada del poblado nos encontramos
con el namari, la autoridad tradicional encargada de las iniciaciones
del grupo de edad de los 60 años. Es un anciano de edad indefinida, vestido tan
sólo con un gorro de tejido vegetal y un taparrabos de cuero, que fuma una
larga pipa que, según las creencias taneka, le permite ver el futuro. Le
presentamos nuestros respetos arrodillándonos ante él y él nos bendice con un
abanico de crines de animal.
Pero la cosa no ha hecho más que empezar.
En las horas siguientes, Alassane nos presenta al youtula, la autoridad
tradicional encargada de la iniciación del grupo de edad de los 35 años. Nos
lleva a la casa de los espíritus, una cabaña construida con piedras y no con
tierra amasada que no tiene puerta. Nos enseña la cabaña en la que los candidatos
a rey son encerrados durante siete días sin comida y bebida para probar su
carácter. Pasamos por delante del pequeño bosque sagrado en el que se apareció
Sangú, el primer ancestro, fundador del pueblo taneka. Nos describe la compleja
organización social taneka, en dominada por las autoridades tradicionales, de
raigambre religiosa, a las que incluso el rey está subordinado.
La villa está poco poblada y vemos muchas
cabañas semiderruidas. Taneka es en realidad un centro ceremonial. Aquí residen
permanentemente tan sólo las autoridades tradicionales con sus familiares más
directos. El resto de la gente vive en sus poblados agrícolas y acude aquí en
las ocasiones en que se celebran alguno de los múltiples ritos que marcan el
ritmo de la vida de los taneka. Sobre todo, las iniciaciones de los distintos
grupos de edad.
Toda esta riqueza cultural de la región
se enmarca en un bello escenario natural. Y tras la visita a Taneka lo
comprobamos con un relajante baño en la laguna que forma la cascada de Kota, un
bello salto de agua de unos 20 metros de desnivel. Allí nos quitamos el calor
del día antes de partir hacia nuestra base de operaciones: el eco-logde La
Perle de l´Atacora, en Koussoukoingou. En el camino, África nos regala un
espléndido atardecer.
En el País Somba
Koussoukoingou es el corazón de lo que
los colonizadores franceses llamaron el país somba. El poblado se extiende por
una gran cantidad de terreno. Las casas están muy dispersas, pues tienen a su
alrededor los terrenos de cultivo de la familia. En el corazón del corazón está
el eco-logde en que nos alojamos, un edificio de dos plantas, recientemente
inaugurado y construido gracias a ayudas de la cooperación estadounidense, que
imita la edificación típica del país: el tata-somba. Justo enfrente de
nosotros, el pozo del agua. Unos 100 metros a nuestra espalda, descendiendo una
suave cuesta, la escuela. Y unos 100 metros a nuestra derecha, un destartalado
bar, tres centros de referencia fundamentales para los habitantes de
Koussoukoingou.
Mathieu es nuestro guía a través de los
senderos y la vida de la localidad. Nos habían prometido que Mathieu hablaba
inglés. Pero enseguida nos damos cuenta de que no. De hecho, Mathieu es un tipo
absolutamente amable, pero absolutamente silencioso. No habla a no ser que se
le pregunte (en francés, preferiblemente). Eso sí, cuando habla demuestra un
profundo conocimiento de la zona y que su universo vital sigue marcado
absolutamente por las coordenadas de la cultura tradicional otammarí.
Con él visitamos la gruta de Oira, una
cueva que se esconde tras la cascada del mismo nombre. La boca de la gruta está
llena de graneros construidos con tierra de termitero, como es típico de la
zona. Mathieu nos explica que éste era uno de los lugares en los que los
otammaríes se refugiaban para huir de las razzias esclavistas del rey de
Abomey.
Es él quien nos descubre los secretos del
tata-somba, la vivienda tradicional otammarí. Se trata de una casa
aparentemente pequeña, que asemeja un castillo almenado, pero en la que
confluyen tanto elementos simbólicos y religiosos como una estudiada
funcionalidad, que hace que en un pequeño espacio se pueda disponer de todo lo
que se necesita para cubrir las necesidades básicas de una familia.
A la entrada de la vivienda están los
diversos fetiches que velan por la felicidad de la casa y de sus habitantes: el
que propicia la buena caza, el que protege de la malaria, el que atrae la
suerte. Algunos están separados unos pocos metros de la vivienda. Otros están
integrados en sus muros. Todos muestran rastros de sangre y de plumas,
testimonio de los sacrificios que se les realiza periódicamente. Las jambas y
el marco de la puerta están tachonados de los cráneos y huesos de animales
cazados. Es la forma de reconocer al fetiche de la caza los beneficios que ha
proporcionado al creyente.
A la entrada, hay una cocina auxiliar
dedicada sobre todo a albergar instrumentos para pilar los distintos tipos de
cereal que son la base de la alimentación. Después, un corral-cuarto de estar
en el que se puede encender fuego. Es el lugar de reunión para la época de
lluvias y en donde reposa el pequeño ganado (generalmente cabras y gallinas) a
salvo del frío y el agua. A continuación, ligeramente elevada, una sala
circular es la cocina para la época de lluvias y una especie de
descansillo-hall desde el que se accede al techo del tata.
En el techo encontramos otro hogar en el
que se puede cocinar en época seca, tres graneros y tres habitaciones. Las
habitaciones son cámaras bajas en las que la gente tiene que entrar tumbada y
están exclusivamente dedicadas a dormir. Los graneros, construidos con tierra
de termitero, tienen una abertura superior a la que se accede por una escalera
africana (ese palo en forma de y griega en el que se esculpen los escalones)
por la que se llenan y se vacían. Hay tres habitaciones y tres graneros: para
el padre, para la madre y para los niños. Estas divisiones sirven tanto para
repartir el espacio como para organizar la economía familiar.
Durante unos días, acompasamos nuestro
ritmo al ritmo de la comunidad. Vemos a niños y adultos cultivar, a los niños
más chicos pastorear las cabras, nos escondemos en el hueco del baobab gigante
de más de 300 años de edad, bebemos unas cervezas en el bar, participamos en la
fiesta de graduación de unos jóvenes de la localidad que han terminado un
proceso formativo en unos talleres mecánicos de Nati, jugamos al lido (una
variante de nuestro parchís muy popular aquí) vemos cómo las mujeres de la
localidad elaboran trabajosamente manteca de karité, entramos y salimos de
diferentes tatas…
Mathieu, con su sonrisa, su silencio y
sus explicaciones, nos acompaña siempre.
Jules nunca anda muy lejos y a menudo contamos también con la compañía de
Parfait. Son días apacibles y bellos, como la luz que nos acaricia el último
día de nuestra estancia en Koussoukoingou. Tras un agradable paseo por el
paisaje encantado de la sabana, sacamos unas copas de vino y vemos atardecer
desde la plataforma de cemento de la bomba del agua, mientras vamos saludando a
los vecinos que se acercan a llenar sus grandes bidones de plástico para
abastecer sus casas. Nos sentimos plenamente realizados.
Entre antílopes y babuinos
No ha amanecido todavía cuando oímos el
motor del cuatro por cuatro que nos llevará al Parque Nacional Pendjari. Hemos
de partir pronto para recorrer los cerca de ochenta kilómetros que nos separan
de Batia, la entrada más cercana del parque. Saludamos a Bernard, nuestro
chófer, y a Salim, nuestro guía hausa, que no comerá en todo el día porque está
guardando el ayuno del ramadán.
Embarcamos nuestras cosas y partimos, con
una mezcla de expectación y de pena. No volveremos ya a ver, seguramente en
toda nuestra vida, este poblado de Kousoukoingou en el que tanto hemos
disfrutado durante los últimos tres días. Pero, sin duda, será siempre parte de
nosotros mientras nuestra memoria siga en pie.
Dormitamos en el camino hasta Batia y,
después, abrimos bien nuestros ojos. No llegamos en el mejor momento para
observar animales, pues estamos en medio de una estación de lluvias generosa.
Eso hace que la hierba de la sabana esté muy alta y los animales no se
concentren en torno a escasos puntos de agua, sino que vaguen más libremente
por el extenso territorio del parque. Aún así, tenemos ilusión por contemplar
algunas de las numerosas especies de aves, mamíferos y reptiles que habitan el
parque.
Esa ilusión se ve satisfecha, aunque no
de forma espectacular, a lo largo del día. En el recuerdo y en el cuaderno de
campo tengo anotados babuinos, águilas de las estepas, calaos, waterbroks, monos
rojos, antílopes de diversos tipos… Ni yo ni mis compañeros somos unos
naturalistas entusiastas, pero creo que nunca se nos borrará la emoción de ver,
desde el sillón instalado en la vaca del cuatro por cuatro, a una leona salir
desde la espesura de la hierba, mirarnos entre despectiva y calculadora,
decidir que no representábamos ningún peligro y proseguir su camino cruzando la
carretera seguida por tres lindos cachorros que cualquiera hubiéramos adoptado
inmediatamente como mascotas.
Con o sin animales, el territorio del
Parque Nacional Pendjari es, en esta estación de lluvias, inmensamente generoso
con los visitantes. Tiene muchas cosas que ofrecer: el verde intenso de una
hierba que casi supera en altura el coche en algunos puntos del recorrido; la
densidad amenazadora de la sábana arbórea o de corredor que rodea el recorrido
del río Pendjari, que marca la frontera con la inminente Burkina Faso; el cielo
de una pureza azul increíble, que parece una inmensa turquesa incrustada entre
nosotros y los secretos del universo, más allá de la atmósfera…
Fin de fiesta en Tanongou
Tanongou es una aldea de unas cincuenta
casas encajada en el fondo de un estrecho valle de la Atacora habitada por
gourmanchés, una etnia que proviene de Burkina Faso. Un lugar idílico al que
llegamos ya extraordinariamente cansados tras la visita al Pendjari. El
todoterreno nos deja a la entrada de Chez Denisse. Denisse es una mujer
vivaracha, de unos 30 años de edad, que ha habilitado, dentro del cercado de
varias edificaciones que es su casa, un cercado más pequeñito que constituye
una pequeña pensión de dos habitaciones, comedor y ducha al aire libre.
Mientras atiendo a alguno de los guías y
artesanos locales que se acercan a darnos la bienvenida y, al mismo tiempo, a
ofrecernos sus servicios, Ángel y Elena se acomodan en una de las habitaciones
y se duchan. Cuando llega mi turno, disfruto enormemente del agua que hago
correr sobre mi cabeza usando una pequeña palangana de latón. Es un placer
básico. Nada de hidromasajes ni jacuzzis en este rincón de la Atacora. Pero
cuando has pasado todo un día bajo el sol de África, un gesto tan elemental
proporciona un placer inmenso.
Ha oscurecido ya cuando llega la cena. La
tomamos iluminados por una lámpara que se carga gracias a una placa solar. El
tendido eléctrico no llega hasta aquí. Aparece el siempre sonriente Jules, que
no nos ha acompañado al parque y ha pasado todo el día en el poblado, haciendo
gestiones con los dirigentes de la asociación local y los guías y artesanos,
con los que la empresa Eco-Benin comparte sus ingresos.
Abrimos una botella de vino de las que
cargamos desde Cotonou. Sabemos que para viajar es bueno ir ligeros de
equipaje, pero también sabemos cuánto reconforta un trago de tinto después de
una larga jornada. Brindamos con Jules y le contamos, satisfechos, el día. Nos
vamos a dormir, arrullados por las conversaciones de la gente en la calle, los
ladridos de algún perro y el balar de alguna cabra. Bajo la mosquitera,
cansado, leo un poco a la luz de la linterna, me revuelvo entre las sábanas y
acabo por dormirme pacíficamente.
Los cantos de los gallos nos saludan al
día siguiente. Desayunamos y empaquetamos nuestras cosas. Es un día de
despedidas, pero no queremos irnos sin visitar la espléndida cascada de
Tanongou. Ángel, menos perezoso que Elena y yo, incluso se baña. Nos gustaría
disfrutar un poco más de la tranquilidad de este pueblo, pero el tiempo se
acaba. Bernard y Salim esperan otro grupo de turistas para visitar el Parque
Nacional de Pendjari y hemos estar a una hora razonable en Natitingou. El
todoterreno va lleno. Se unen a la expedición una mujer con su niña, que baja a
Nati para que le examinen un ojo que no le deja de llorar desde hace una
semana. Probablemente tenga un herpes o algún parásito. Le deseamos suerte al
despedirnos de ella.
Cuando nuestros amigos nos dejan en el
hotel Taneka, completando el recorrido circular de estos días en la Atacora,
sentimos un cierto pesar. Sobre todo por Jules, que se ha portado con nosotros
como un amigo, más que como un guía. Nos abrazamos efusivamente. Sabemos que es
una despedida para siempre. Pero sabemos que la riqueza de lo visto y vivido
también lo es, y eso reconforta.
Pero lo que reconforta más son las buenas canciones: Africando y Orchestra Baobab, dos grupos legendarios.