2 de agosto de 2013

Desmentidos / señales de vida

¿Quién piensa en escribir cuándo el sol desmiente la idea del miserable verano inglés, te tienes que comprar pantalones cortos y sacas del armario las olvidadas chanclas y hasta hay tormentas casi tropicales en las lejanas latitudes del norte? Notas que tu corazón se mueve acompasada, humanamente mientras corres por Clissold Park y ves cómo los perros se lanzan como rayos fieramente vitales tras de un frisbee multicolor. En Broadway Market, la gente se divierte y los hipsters sueñan con comerse el mundo y a ti te hierve la sangre en las venas en medio de una danza aparentemente interminable de escotes, minifaldas y encajes que llaman al deseo que se concreta de camino a la casa conocida, en la suave noche, a través de London Fields.
Conoces la ciudad mientras la recorres buscando un nuevo sitio para vivir, lo que te desespera y te enerva, pero te hace sentir vivo al mismo tiempo. Odias y amas tu nueva lengua que todavía no dominas, luchas por persistir, forjas amistades. Todo bajo el sol nutritivo de un país que no es el tuyo, pero que en estos días luminosos sueñas con que lo sea. Comes y cenas en parques, restaurantes argentinos o vietnamitas, montas y bajas de autobuses, recibes visitas de viejos amigos y conocidos... Vives.
Si alguien pensaba que me había ido, lo desmiento. Si alguien pensaba que sólo puedo escribir post melancólicos lo desmiento. Si alguien pensaba que el verano no existía en esta dura tierra de Britania, lo desmiento también.
Hoy no hay canción de nadie más que de mí, porque mi canción es suficiente y me basta.

23 de junio de 2013

El miserable verano inglés

Había oído hablar de él, por supuesto. Pero es muy diferente escuchar que vivir. Hoy es 23 de junio y desde mi ventana se divisa un día desapacible. Un día casi de invierno. El cielo está completamente gris, es más que probable que llueva y el viento agita permanentemente las copas de los árboles que rodean mi casa. No es que sea un día particularmente malo. Ha sido así toda la semana. No he mirado la previsión del tiempo para la que viene, pero es bastante posible que el tiempo no cambie mucho.
En momentos así, me acuerdo de la risa de Chiara, una compañera de trabajo, cuando le dije que mi plan era no tomar unas vacaciones largas hasta septiembre u octubre porque así podría disfrutar del verano aquí. "Yo también hice eso mi primer verano en Londres", alcanzó a decir, antes de soltar una carcajada.
La belleza de esta ciudad es una belleza dura, como su clima. Como su gente. Incluso los ingleses más abiertos e internacionalistas que conozco están orgullosos de su peculiar manera de hacer las cosas. De su capacidad, a veces fronteriza con la arrogancia, de adaptarse a situaciones duras, de su estoicismo, de su flema.
Cuando llevas un tiempo viviendo aquí no te sorprende en absoluto. Nunca sabes cuándo vas a tener sol, cuando el tiempo te va a permitir relajarte tranquilamente en un parque, disfrutando del aire libre. Los nativos (y los no nativos camino de naturalizarse después de años viviendo aquí) aplican ese estoicismo del que hablaba y no renuncian a usar la manga corta o las sandalias, coger la bici, hacer barbacoas o cualquier otro tipo de cosas que en un país acostumbrando al sol y la buena temperatura nos parecen locuras.
Para gente como yo acostumbrada a latitudes más cálidas puede ser bastante deprimente. Sé de más de un caso de gente que no ha podido aguantarlo y se ha vuelto. No les critico. Más bien al contrario, tienen toda mi solidaridad.
Por otra parte, aunque los ingleses se resistan a reconocerlo y pongan al mal tiempo buena cara, a ellos también les pesa. Sus conversaciones están llenas de sarcásticas referencias metereológicas y sus vacaciones siempre buscan ese rayo de sol hua-co-co que ilumine un poquito su corazón. Se cuenta que incluso Alex Ferguson, el mítico entrenador del Manchester United, recién retirado, sometía a sus jugadores a sesiones de rayos uva para aumentar su tono vital y mejorar su rendimiento.
Aún con las cosas buenas que me van pasando aquí, que no son pocas, no puedo dejar de echar la vista atrás y sentir nostalgia cuando hablo con mi gente y me cuenta de las cosas, las personas y los lugares que identifico como míos. Hay ratos en los que estar sentado en una terraza en Toledo, Guadalajara o Madrid tomando una cerveza a las diez de la noche y sintiendo el alivio de una ligera brisa tras un día de calor me parece el mayor de los placeres imaginables.
Todo tiene sus pros y sus contras, claro. Así, el día en que una tarde de cielo despejado ilumina los normalmente grises y mustios edificios de esta incansable ciudad de comercio, dinero, almas rotas y vagabundos venidos desde los confines de todo el universo conocido, la alegría que sientes es difícilmente descriptible. Tomar una pinta sentado en las mesas exteriores de un pub apurando las horas de luz del verano te hace sentir en el paraíso. Ni siquiera importa si la conversación es buena o no. El simple hecho de estar allí te hace creer que es posible relajar los hombros, bajar las defensas y pensar que esta ciudad no es sólo un lugar de destierro, sino un sitio en el que poder construir una vida. En eso estamos.
Para cerrar este post os invito a escuchar algunas canciones que me acompañan estos días. Sé que me repito (en los post y en las canciones), pero me da absolutamente igual. Además, por supuesto, no tenéis ninguna obligación de oírlas.



13 de junio de 2013

Sangres


Londres es una ciudad de pulso acelerado. Tanto que no me deja tiempo para escribir. Bueno, puede que mi pereza también influya. Los días pasan y no encuentro el reposo mental necesario para sentarme delante del ordenador y escribir. Pasó mayo con su carga excesiva de trabajo y estudio. Pasó incluso una breve visita a España, más familiar que otra cosa y con poco tiempo para los amigos. Pero qué bueno es ver la sonrisa de los tuyos en directo. Más de un mes después, aquí me tenéis, sentado al teclado ante la página en blanco, intentando interpretar la melodía de mis incertidumbres, que no dejan de ser muchas.
Pero bueno, decía que Londres es una ciudad de pulso acelerado. Y me gusta pensar que lo es por la diversidad de las sangres que corren por sus venas nunca en reposo. Es una diversidad que asusta tanto como gratifica. Depende de si de ese día miras la vida como aventura o como tarea. Nunca deja de ser las dos cosas, claro.
Juego al fútbol con una panda en la que se mezclan, que yo sepa, ingleses, un francés de origen vietnamita, un sueco, un par de italianos, un sirio, un argelino, un español torpe (yo mismo, sí, lo habéis adivinado), un polaco y un bielorruso.
En mi curro -hablo sólo de mi departamento de comunicación- hay una inglesa hija de exiliados chilenos, una argentina, una belga hija de alemanes casada con un francés, una suiza casada con un americano, una libanesa con un novio español...
Diversidad es, sin duda, una palabra clave. Para no aburriros con más recuentos, os cuento simplemente lo que me sucedió el domingo. Quedé con un amigo medio español medio venezolano y fuimos a comer al South Bank, una zona totalmente renovada en la orilla sur del Támesis, con multitud de instituciones culturales (cines, teatros, salas de conciertos, restaurantes, etc...). Tras un sábado de sol y cierto calor, el domingo era un día gris y desapacible. 
Comimos en un restaurante oriental y empezamos a caminar hacia el oeste en busca de un café. Al pie del London Eye vimos un gran grupo de sijs, cuya intensidad fue aumentando hasta que en Whitehall, entre el ministerio de Defensa y el 10 de Downing Street (la residencia oficial del primer ministro) vimos una concentración de ellos pidiendo la liberación de un sij condenado a muerte (sé que un periodista debería dar más detalles, pero estaba de paseo dominical). Ante la falta evidente de cafés, seguimos caminando hacia Trafalgar Square. Delante de la National Gallery asomaban tres grandes cúpulas que, cuando nos acercamos, resultaron ser tres grandes carros de colores rodeados de Hare-Krishnas. Varios cientos de personas de diversa procedencia racial bailaban alrededor de ellos al ritmo de tambores, armonios, acordeones... Tan sólo un par de metros a su izquierda, un grupo de como medio centenar de personas sostenían banderas rojas con hoces y martillos y banderines con el retrato de quien me pareció ser Abdullah Ocalan, el histórico líder independentista turco-kurdo.
Todas las sangres todas, cantaba la vieja canción... Aquí hay muestras de un buen puñado de ellas.

5 de mayo de 2013

Volver a ¿casa?

El pasado fin de semana estuve en España. Era la primera vez que volvía a mi país después de mudarme a Londres para trabajar para Amnistía Internacional (ya sé que los que seguís este blog sabéis por qué estoy aquí, pero voy a hacerle un poco de publicidad a mi organización, que al fin y al cabo lucha por defender los derechos humanos). Fue un gran fin de semana, con boda y cumpleaños incluidos. Una oportunidad de comprobar que los afectos siguen intactos, que los amigos siguen siéndolo y que realmente existen, están allí y son algo más que mensajes enviados codificados en el código binario de la informática. No es que dudase de que fuera así, pero la fe crece cuando se ven los milagros.
La visita dejó en mi varias impresiones profundas. La primera fue la impresión de un país paralizado y triste. Cuando llegué a Barajas y salí de la zona de recogida de equipajes a las salas del aeropuerto sentí que el tiempo se había detenido. Como en esas películas en las que el protagonista puede parar el tiempo y sigue avanzando en medio de una multitud congelada. Además, hacía un día nublado y frío, más propio de Londres que de Madrid y se me ocurrió pensar que, maldita sea, Merkel se había llevado hasta el buen tiempo para hacernos pagar  por nuestro pecado de haber vivido por encima de nuestras posibilidades.
Me dije que sería algo puntual, pero, cuando salí de la boca del metro en Alonso Martínez, en el centro de Madrid, tuve la misma impresión. Menos gente que de costumbre en las calles del centro de la ciudad, y más triste. Puede ser que estuviese sugestionado, predispuesto a verlo así. No lo voy a negar, pero así lo viví y así lo cuento.
La segunda impresión profunda fue la alegría de volver a ver a Ángel, un colega al que quiero como un hermano, sentado en una de las mesas de El Bierzo, una casa de comidas en el centro de Madrid que desde que me la descubrieron unos ex compañeros de curro del Círculo de Bellas Artes (sí, sí, la publicidad continúa) se ha convertido en un lugar de culto para mí. Nada especial. Decoración años duros del franquismo, camareros veteranos con sorna veterana y seca amabilidad castellana y comida casera pero profundamente honesta, como gustan de decir los ingleses. Pero uno de esos lugares que, por la razón que sea, se quedan en tu vida como algo más que un sitio por el que pasaste una vez. La alegría de ver a Ángel era la alegría de volver a estar en casa. De pisar el territorio de los afectos profundos que había abandonado hacía un par de meses.
Esos afectos no faltaron a lo largo de los siguientes días. El fin de semana fue todo un baño en el aceite y el perfume de viejas amistades renovadas. Un baño sanador. Familia, viejos amigos de Guadalajara y de Madrid. Los viejos compañeros del tiempo del instituto reunidos para celebrar la felicidad de Garri. La extensa pandilla de Guadalajara reunida alegremente para celebrar los cumpleaños de Ángel y Susana, con la sorpresa de la llegada de Miguel, un gallego que vive en Toledo y, en el fondo, en su propio mundo de música y cine.
Tantas emociones se acumularon el domingo a la hora de despedirme de mi sobrino, al que quiero con toda mi alma porque, entre otras muchas cosas -todo el mundo lo dice y yo no lo niego, todo lo contrario- se parece mucho a mí. Física y -hasta el momento- psicológicamente. Es un tipo brillante (ejem) pero enormemente despistado. Curioso para lo que quiere y renuente a que le marquen la línea a seguir, testarudo, vacileta y predispuesto a creerse más listo que los demás.
En fin, que me voy por las ramas. Darle el beso de buenas noches el domingo, después de improvisar una accidentada historia de Londres, interrumpido constantemente por sus preguntas me costó un segundo ataque de tentativa de llanto, que reprimí porque todo el mundo sabe que los hombres no lloran.
Al día siguiente, todavía atontado por un madrugón Ryanair (sí, el servicio es una mierda, pero pocos pueden competir con sus precios), llegué a un Londres que me recibió con sol. Tal vez fue esa la razón por la que me pregunté si era en ese momento que estaba volviendo a casa, después de un fin de semana de lluvia y frío en España. Tal vez no. Tal vez es que esta ciudad empieza a ser un poco mi ciudad, mi casa. El caso es que la confusión de sentimientos me sorprendió gratamente. Pensé que iba a ser duro volver al exilio después de un fin de semana de interrupción. Y no ha sido para tanto.
Eso sí, el interrogante queda planteado. La próxima vez que vaya a España, ¿estaré yendo a o saliendo de casa? La próxima vez que regrese a Londres, ¿estaré volviendo de o regresando a casa? A lo mejor es más simple que todo eso. A lo mejor estoy simplemente viajando de mi primera a mi segunda casa. Espero que el orden de factores no afecte el producto, porque ahora mismo me cuesta poner un uno y un dos.
En cualquier caso, les dejo con un par de canciones sobre casas y hogares.


15 de abril de 2013

Winter is going

Ayer sentí la primavera. Tras un día dormitando en casa y tratando de estudiar algo -llegué a Londres arrastrando un Máster en Política y Democracia que ya sé que no terminaré este año-, la posibilidad de tomar una cerveza con una compañera de trabajo y una amiga suya en un pub no lejos de casa consiguió sacarme de casa.
Salir fue una decisión totalmente acertada. Una gloriosa batalla ganada a la pereza.
Pertrechado con mi juego de doble cazadoras que no me abandona desde que llegué -y que, a veces, me veo en la obligación de reforzar- me di cuenta con alegría de que me sobraba la mitad de la ropa. Aventurero de repente, no tomé el camino conocido, sino que dirigí mis pasos a través de las verdes praderas de Highbury Fields, uno de los numerosos parques que existen en lo que ya creo que puedo llamar "mi barrio" en Londres.
Un cálido y ya decadente sol teñía todo de una luz dorada y tan cálida como pueda serlo el abrazo de una madre a un niño de dos años. Y la realidad abrazada sonreía con la misma candidez que ese niño imaginario, y parecía que el mundo acababa de nacer. O que yo acababa de nacer y estaba descubriéndolo. De alguna manera, era así, porque esta ciudad se transforma con el sol. En el fondo, todas los hacen. Pero aquí el sol es tan escaso que hace la transformación incluso más grande. Así que estaba ante una ciudad nueva. Y ahora que esta ciudad es mi mundo, ante un mundo nuevo.
Mi primer paseo dominical con sol en Londres fue tan solitario como acompañado. De alguna manera, sentía que toda la vida que me rodeaba -personas que no conocía y que hablaban plácidamente por móvil sentadas en un banco mientras descansaban de su recorrido en bici; los y las corredoras y corredores que jadeaban mientras superaban sin problemas a un paseante distraído, absorto en lo que para él era un mundo nuevo; las ardillas que subían y bajaban a los árboles enfrente de mi casa, las parejas que paseaban tomadas de la mano (las más jóvenes) y las que observaban atentamente los dubitativos recorridos de sus niños (las algo más mayores)- se alegraba tanto como yo del hermoso día de primavera (¡por fin!) que Londres nos regalaba. Y que éramos como hermanos por un momento en esa alegría común.
Tras las colinas onduladas de verde resplandeciente, las vetustas casas (eduardianas, victorianas, qué se yo, todavía no he aprendido a distinguir los estilos arquitectónicos característicos de la ciudad) que normalmente parecen grises contenedores de tristeza eran de repente relucientes hogares rebosantes de buena voluntad y ganas de vivir. Los fumadores no se apretujaban debajo de escasas cornisas mirando al cielo y maldiciendo la nieve o la lluvia, sino que, en mangas de camisa o con leves cazadoras, exhibían su vicio en mitad de las aceras, sentados en grandes mesas de madera o hablando a voz en grito por el móvil.
Me acordé de Caetano Veloso y su canción Alegria, alegria y del verso en que se pregunta que quién puede leer noticias en un plácido domingo soleado. Yo decidí hacerle caso y no compré el periódico. Ninguna noticia me interesaba más ayer que la certeza (tal vez equivocada, es verdad, pero no menos sentida) de que el invierno comienza a decir adiós.
Les dejo con el maestro:

1 de abril de 2013

Frío

La última semana ha sido rica en acontecimientos, así que no estaba seguro acerca de qué título ponerle a esta entrada. Pero me he decidido por el de "Frío" porque creo que resume muy bien una buena parte de mi experiencia londinense. Alguien podrá pensar que algún lapsus freudiano ha influenciado el título y posiblemente tenga razón. No voy a discutir por eso.
Pero elementos subconscientes aparte, la verdad es que la temperatura media del casi mes y medio que llevo aquí apenas debe superar los tres grados. Y no poca parte del tiempo hemos estado a uno-dos bajo cero o uno-dos sobre cero. Poco más. Lo que uno tiene ganas de verdad es de hibernar. Salir a la calle supone un esfuerzo cuanto menos mental. Y hacer cosas que en otras latitudes parecen tan comunes como salir a correr o a pasear uno ni se las plantea.
Puede que la razón sea que soy, al fin y al cabo, latino y mediterráneo. A la mayoría de los aborígenes (aquí, claro, los ingleses lo son, aunque no creo que les gustase ser llamados así) no parece afectarles. He visto gente nadando en piscinas al aire libre a las ocho de la mañana, invitadas a bodas con los hombros y el escote expuestos al aire helador de la noche, gente corriendo en pantalón corto... No son naves ardiendo más allá de Orión pero, ciertamente, llaman la atención.
El caso es que la temperatura es la que es y yo no puedo hibernar. Tengo que trabajar y construirme una vida en la que también haya espacio para el ocio y la amistad. Así que, ahí me tenéis, jugando al fútbol y tomando pintas a dos bajo cero. ¡A mi edad...!
Sin embargo, hay cosas que hacen que la temperatura suba. Probablemente tiene que ver con que, según dicen, la percepción del frío y del calor tiene mucho de psicológica. Así que esta Semana Santa ha sido cálida para mí en Londres. Vino a verme mi familia en forma de hermana, cuñado y dos sobrinos.
Resulta "cool" decir que la familia es un coñazo. Y muchas veces, la verdad, lo es. Pero también es una tabla de salvación afectiva. Y más cuando estás lejos. Sabes que perteneces a algo. Algo difuso, tal vez, pero algo. Sabes que hay alguien que se preocupa por ti. A veces demasiado. A veces de forma un tanto castradora, vale. Pero se preocupa. Y cuando pasan varios días seguidos en los que uno se siente un extraterrestre venido a menos, o un astronauta olvidado, es bueno saber que allá lejos, en Houston, hay alguien revisando los controles. Si mandan una sonda espacial con comida (o con tabaco a precio razonable, como es mi caso), el acontecimiento resulta ser, aunque trivial para la Humanidad, de primera magnitud para ti.
Lo malo es que, cuando la sonda y su tripulación parten de nuevo, tienes que volver a los vicios solitarios del astronauta y, además, tiendes a compadecerte contemplando el vacío que te rodea, que es más vacío que antes, aunque sea el mismo. Es entonces cuando notas que la temperatura ha bajado. Los visitantes se han dejado la puerta de la estación espacial abierta, claro. Vas a cerrarla y te quedas mirando la estela de polvo que la sonda deja atrás en su camino de vuelta a la tierra, suspiras, respiras hondo y, sin que el comandante de la estación interestelar lo sepa, te enciendes un cigarrillo y, antes de cerrar definitivamente la puerta, te escapas al pub más cercano a echar una pinta y sentirte menos marciano mirando el último partido del domingo de la liga española de fútbol.

(Atardecer a las puertas del aeropuerto de Heathrow o, si queréis un título más poético, "Estampa de la melancolía")


23 de marzo de 2013

Perspectivas

Hoy desde mi ventana se divisa un pequeño parque nevado. Ha comenzado la primavera pero, según dice todo el mundo aquí, la verdadera primavera tarda en llegar. Sin embargo, en el parque, unas plantas parecidas a tulipanes (ignoro casi todo acerca de la floricultura) resisten los embates del frío. Esta es mi actual perspectiva. Una perspectiva muy diferente a la que tendría en Madrid, o en Guadalajara. Cuando voy en los llamativos autobuses de dos pisos que son marca distintiva de esta ciudad que ahora es mi casa, la perspectiva es también muy distinta. Más alta, claro, qué obviedad. Pero no es sólo una cuestión de física. Es también una cuestión de emociones.
A un mes de mi llegada, todavía estoy en una especie de limbo. Sé que ésta es mi ciudad (o lo va a ser por unos meses, cuando menos), pero todavía la miro desde fuera. Tal vez es la cuestión del idioma, pero no sólo. Son muchas las cosas que cambian, aún siendo básicamente las mismas. No sólo el paisaje, por supuesto. Son los usos, las costumbres. Y además de todo eso está, claro, la constancia de la lejanía de las que casi siempre han sido tus cosas de siempre.
Mirar desde fuera tiene su parte divertida. Es como si las cosas no fueran contigo. No del todo, al menos. Eso es lo que nos excita de los viajes. Ese poder que te dan para ser otro por unos días. Para pensar que es posible una vida diferente, lejos de los pesos que todos arrastramos en nuestra vida cotidiana. Así que aquí estoy, sintiéndome alegremente ligero. Como flotando, en cierto sentido. De alguna manera, soy como uno más de los copos de nieve que hoy han caído sobre la ciudad. Voy planeando sobre ella, sabiendo que es mi destino, que he de caer sobre su suelo y, más temprano que tarde, fundirme con él, pasar a formar parte de esta tierra.
Esta perspectiva alegre tiene también su reverso. A veces, a pesar de que la caída es plácida, no puedo evitar cierto sentimiento de vértigo. Entonces, me gustaría estar ya posado sólidamente sobre el suelo. En el fondo, me gustaría estar ya formando parte de otros suelos de los que he formado parte antes. Pero sé que no es posible. Soy sólo un copo de nieve que poco puede hacer por acelerar su caída o elegir el suelo sobre el que va a reposar (esto último suena demasiado a epitafio, qué horror, tengo que revisar mi tendencia al drama).
Al final, todo esto tiene mucho de juego divertido. Os dejo con una linda postal de un Londres nevado y con dos canciones de dos maestros. Dos canciones tan bellas como melancólicas, eso sí (hoy me dio por ahí: es una cuestión de perspectiva).




20 de marzo de 2013

Cumplemeses feliz (homenaje)

Hoy se cumple un mes de mi llegada a Londres. No me he parado a hacer balance de este mes, porque soy de ese tipo de personas que tiende a hacer balance constantemente de su posición en el mundo. Es una bendición cuando te va bien. Aunque suele ser bastante frustrante cuando la realidad te mira con cara de perro. De todas maneras, quitaros la sonrisa cínica de la cara, porque, sí, claro, lo voy a reconocer. Si me paro a escribir estas líneas es porque de alguna manera estoy haciendo balance. No pasa nada. Dejo de hacer balances como dejo de fumar: constantemente. Unas diez-quince veces por día. Hasta que comienzo a fumar un nuevo cigarrillo. O hacer un nuevo balance. Supongo que ambas cosas son un tipo de adicción.
Ya sabéis que me lío, así que no os sorprenderá para nada el anterior párrafo.
Pero bueno, más que hacer un recuento de cosas que tengo y de cosas que me faltan, o repasar los escasos días de sol y los muchos de viento, lluvia o nieve que han hecho de este mes pasado lo que viene a ser un mes pasado; es decir, un conjunto de horas y acontecimientos (otra vez me enredo...). En fin, que más que de recuentos, estas líneas quieren ser unas líneas de homenaje.
Homenaje porque a pesar de que me he venido aquí con un buen trabajo, con un comité de recepción más bien cálido y acogedor que otra cosa, en fin, con cierta seguridad mínima garantizada, la idea de cambiar de paisaje humano me excitaba a menudo, pero me acojonaba casi siempre. Sin embargo, en estos días me he encontrado con mucha gente valiente que vino aquí hace meses o años sin nada garantizado. Lanzándose a la pura aventura de tratar de encontrar una vida mejor, una vida nueva o simplemente una vida. Ya hablé de alguno de ellos antes en estas páginas sin papel (Jose, la limpiadora de mi hotel, algunos españoles que me encontré en una fiesta...) y podría citar más ejemplos. No lo voy a hacer.
Pero me los imagino a algunos de ellos a su mes de haber llegado a Londres, sentados en el borde de la cama de una casa compartida con otras cuatro o cinco personas, tal vez sin trabajo, tal vez preguntándose qué hacían en esta ciudad tan vibrante como devastadora, con toda su gente lejos, sin afectos o sin nadie con quien compartirlos...
Quizás me estoy poniendo demasiado melodramático. Es otro vicio, como el de fumar, como el de hacer balance. Todos tenemos nuestros vicios y los míos creo que no le hacen mal a nadie. Si acaso, a mí.
En cualquier caso, dejadme que me ponga como quiera y que pida un deseo mientras soplo mi velita imaginaria sobre el pastel imaginario que tengo delante de mí. Dicen que los deseos se tienen que mantener en secreto para que se cumplan. Pero como en el fondo soy un exhibicionista (otro vicio más, ya lo sé), lo voy a compartir con vosotros: quiero llegar a sentirme parte de esta ciudad sin dejar de sentirme parte de todos los demás sitios en donde he vivido. Ojalá que se cumpla. Para mí y para todos mis compañeros.
Y ahora, a disfrutar de la música y, por supuesto, del último cigarrito antes de irme a dormir.



(No, no es un error. La canción habla de otra ciudad, pero de los mismos sentimientos. Reparad sobre todo en la frase: "I wanna be a part of it". En cualquier caso, es una gran canción y la canta un tipo todavía más vicioso que yo -cosa nada difícil, por otra parte. En fin: ¡salud!))

18 de marzo de 2013

La gente / tu gente (distancia física/distancia emocional)

Ayer salí a una fiesta. Era una fiesta en un club de Londres, en la City, justo detrás de la catedral de San Pablo. En casi un mes que llevo en esta ciudad no había pasado por esa zona y me alegré. La catedral, iluminada, lucía espectacular en medio de la noche desapacible de este largo invierno londinense. El club estaba bien. Había bastante buen ambiente y la música, para aquellos a los que además del rock and roll nos gustan los sonidos de otras latitudes, no estaba mal. Estaba bien acompañado. Tres simpáticas compañeras de trabajo que tuvieron la amabilidad de hacerme partícipe de su convocatoria y una amiga de una de ellas. Conversamos -evidentemente, buena parte del tiempo sobre el curro; la otra sobre cómo se sentía un recién llegado como yo- y, cuando la cosa se fue animando, estuvimos bailando un buen rato. En suma, una noche nada loca pero bastante agradable. Nada puedo reprocharles a Tamaryn, Cote y Jose. Sin embargo, experimenté un cierto sentimiento de pérdida (por favor, chicas, si por casualidad leen esto no dejen de invitarme la próxima vez, no se ofendan). No estaba con mi gente. Espero que dentro de unos meses a algunas de ellas y de otros y otras compañeros de trabajo los pueda llamar amigos. Ahora, todavía no lo son. 
Esta mañana estuve hablando con Marta, una amiga de mi ciudad natal, Guadalajara. Yo le contaba del paisaje invernal de árboles y humo de chimeneas que se ve desde la ventana del salón y ella me contaba de la enorme extensión de sabana que se ve desde la Casa do Gaiato (algo así como el orfanato) de Massaca, un lugar perdido en la montaña, en algún lugar entre Maputo, la capital de Mozambique, y la frontera de Suráfrica. Ella está allí haciendo trabajo voluntario por cuatro meses. Da clases de teatro, cuenta cuentos, apoya a algunos de los chavales con sus estudios... Es una artista y va a hacer que esos chavales valoren el arte, estoy seguro de ello. Estábamos a miles de kilómetros y, sin embargo, estábamos muy cerca. Ella sí es mi gente.
También lo es Yolanda que, recién levantada, se veía preciosamente pixelada en la pantalla del ordenador. Y mi hermano de sangre Miguel, con quien hablaba ayer por skype, siempre despeinado. Y su chica María. Y Maco, Jorge y Javi, con los que sólo pude chatear por whastaap y facebook. Y Ángel, otro hermano que hoy me contaba a través de los milagros de las comunicaciones que está descansando unos días en Suances.
Por supuesto, también es mi gente mi madre, cuya temblorosa voz en el teléfono siempre me enternece. Y mis sobrinos sacándome la lengua y mi hermana y mi cuñado con cara de ejecutar un laborioso plan al otro lado de los bits mientras buscábamos entre los dos un hotel para su inminente visita a la ex capital del Imperio.
Los exilios de cualquier tipo sirven cuanto menos para demostrar definitivamente que la distancias emocionales y físicas no se corresponden.


(La canción es de Dylan, aunque la cante -extraordinariamente bien, por otra parte- la poco apreciada Miley Cirus)

10 de marzo de 2013

Las primeras veces

Llegar a un país nuevo supone enfrentarse a nuevas cosas. Obvio. Estos primeros días en Londres han estado llenos de ellas.
Ayer, por ejemplo, hice mi primera compra de equipamiento casero por Internet. Hace poco menos de una semana que me trasladé a una casa en el barrio de Highbury, en el norte de Londres, a unos 20 minutos de autobús del Secretariado Internacional de Amnistía Internacional (sí, ya sé que resulta cacofónico), en donde trabajo. Es una casa situada al lado de Clissold Park, uno de los numerosos espacios verdes de la ciudad, que comparto con una chica turca llamada Tulay. No la conozco de nada, pero el día en que vine a ver la habitación que ofrecía para compartir nos caímos bien. La casa me gustó y compañeros de trabajo me dijeron que la relación situación-precio era buena, así que me dije que por qué no probar a hacer de este mi primer hogar londinense y, hasta el momento, la casa va bien.
Como siempre, me despisto. En fin, el caso es que en una nueva casa (creedme que de esto sé un rato), por muy temporal que sea, se necesitan cosas. De momento, no muchas. Unas perchas, unas sábanas, unas toallas... En Londres, una manera muy popular de adquirir ese menaje básico es a través de Argos, una especie de Ikea más popular. La gente va a la tienda, se mira el pedazo de catálogo que tienen (casi 2.000 páginas y no tan glamouroso como el de Ikea, más bien al estilo del siempre añorado Discoplay), hace un pedido y a la hora y media se lo sirven. O, para adelantar tiempo, hace el pedido por Internet y va allí a recogerlo. Tan aséptico como práctico. Así que aquí tengo mis toallas casi trasparentes, mis perchas, mis sábanas y mis almohadas. Todo por el módico precio de unas 25 libras (unos 30 pavos). Nada de lo que presumir ante las visitas, claro. Pero sí unas cuantas cosas útiles para seguir adelante.
Hace más días que compré la Oyster, la tarjeta que te sirve para que el transporte público te cueste la mitad (y que no deja de hacer que moverse por Londres siga siendo caro, aunque tal y cómo se ha puesto la cosa en Madrid, la diferencia se ha acortado mucho). También me hice con un número de móvil inglés y, como siempre, tuve que navegar entre la variedad de compañías y ofertas hasta dar con la que me convenía. Esto del móvil es sin embargo más barato. Por 10 libras puedes tener un plan pay-as-you-go que te cubre todas las necesidades básicas. O puede ser que no tenga tanta gente a la que llamar en esta ciudad. A lo mejor va a ser eso.
He probado también en un par de ocasiones los fabulosos taxis Rolls Royce y en más ocasiones algo de la increíble variedad de cervezas que ofrece la ciudad. Hoy estuve comiendo, también por primera vez, con un amigo hispano-argentino en un pub japonés, el Akari. Básicamente, el típico pub inglés con su maderita, su aire antiguo, su luz amortiguada pero con sus cocineros nipones (o asiáticos, al menos), su sushi, su sachimi, su tempura y... su cerveza japonesa.
Ésa es otra cosa de la que hablaré otro día: la increíble diversidad de Londres. Sí, ya sé que en Lavapiés también hay diversidad. Pero no como aquí, creedme. Y bien, es cierto que tampoco estoy descubriendo América con esto. Pero este blog es para hablar de lo que me da la gana.
Hablando de lo que me da la gana, hoy me golpeó fuerte una canción de Vetusta Morla. Habla de sitios a los que llegar y de los que irse, de huidas, aeropuertos y espejos. Y dice: "nunca se sabe dónde puedes terminar... o empezar". Yo sé que estoy empezando, pero posiblemente este comienzo sea también un final. No, no penséis mal. Simplemente es que con mi amigo hispano-argentino estuvimos hablando de cómo duele, incluso en la distancia, nuestro país. Y uno se pregunta si alguna vez será posible volver a él.
En fin, ellos lo cantan mucho mejor que yo:


Pero no he terminado. Me he dado cuenta del decisivo toque de melancolía que al final impregna este post. Y no me parece justo. Ni con cómo Londres me está tratando ni con cómo me siento yo. Así que, volviendo al tema de las primeras veces, el viernes estuve por primera vez en el increíble centro cultural del South Banks, al lado del puente de Waterloo. Una compañera de trabajo me sugirió ir a un concierto de Fatoumata Diawara y de la increíble Angelique Kidjo, una de las divas de la música africana y yo acepté. En el transcurso del concierto, Angelique Kidjo dijo que la vida siempre hay que celebrarla. Y, coherente con su discurso, se marcó una memorable versión del Pata-Pata, canción que otra diva de la música africana, Miriam Makeba (una mujer increíble que murió en el escenario), hizo inmortal hace ya muchos años.
Ahí va. Para celebrar.


3 de marzo de 2013

Exilios

Hace mucho tiempo ya que no veía el blanco de la plantilla sobre la que escribo ahora. Más de dos meses sin tocar este blog que no aspira a otra cosa que dejar testimonio de mis atinados o desatinados pensamientos. Ha sido un tiempo de cambios acelerados en un año de cambios radicales en el largo y sinuoso recorrido que seguimos las que un gran amigo gusta de llamar personas curvas.
No, no me embarga la tristeza. Pueda que sienta un poco de melancolía, eso sí. Escribo desde el frío y nublado Londres, en donde vivo desde hace ya casi dos semanas y que será mi ciudad por cerca de un año al menos.
El pasado mes de diciembre, en paralelo al inminente fin de mi contrato con Amnistía Internacional España, el Secretariado Internacional de esta organización de lucha por los derechos humanos convocó una plaza en su oficina de prensa para cubrir el área de América Latina. Y aquí estoy.
Los días que llevo aquí han sido tan ajetreados que sólo ayer me golpeó la nostalgia. Ayer y quizás hoy. He pasado el día en el hotel para descansar, hablar con familia y amigos (qué gran invento Skype), escribir... En suma, digerir un poco lo que ha pasado a lo largo de esta ya casi quincena londinense.
No voy a contar todas mis idas y venidas. Los que tienen que saber de ellas ya las conocen. Pero sí que quería hablar de una palabra: exilio. Una palabra bastante presente en mi vida últimamente, a veces de forma inconsciente.
Ayer la citó Luisa, una abogada que es amiga de una gran amiga española y que vive en Londres desde hace tres años. Trabaja para la OSPAR, una organización cercana al sistema de Naciones Unidas que se ocupa de la protección del medio marítimo del Atlántico del Noreste. La conocí a ella y a su marido Alfredo ayer. Me citaron para almorzar en un bonito pub de Kensington llamado Britannia. Después de las presentaciones hablamos, más que nada, de la situación que atraviesa España. En un momento dado, Luisa dijo: "podríamos estar en un café de exiliados españoles en México en los años cuarenta, hablando de cómo y cuándo Franco va a caer".
Por la noche, en un ambiente muy diferente, volví a pensar en la palabra. Olof, un compañero de trabajo sueco, me invitó a una fiesta en el piso de una chica española que conoce. La nutrida asistencia pertenecía a una tribu bastante internacional de jóvenes profesionales entre los que había muchos españoles. Nadie dijo nada (entre otras cosas, cuando llegamos la gente -y nosotros- ya llevábamos varias cervezas encima y no era cuestión de dedicarse a la filosofía sociológica de segunda fila), pero el sentimiento de exilio estaba muy presente. Los españoles tampoco necesitamos muchas excusas para hacer una fiesta. Pero se notaba una cierta necesidad de unión, una cierta solidaridad de desconocidos que tienen sus conocidos en la distancia, un impulso hacia una compasión bien entendida y una disposición a convertir soledades mutuas en compañía. Claro que a lo mejor todo ello tiene que ver con las cervezas que tomamos.
El exilio, la sensación de haber sido expulsado es el sentimiento con el que vive José, un conocido medio español medio venezolano con el que me cité hace una semana. José era un muy reputado profesional del marketing al que la crisis le pilló a contrapié, intentando levantar un proyecto profesional arriesgado. Ahora está trabajando aquí en lo que él llama mierdi-curros, esperando que llegue su hora, que no tengo duda de que llegará. En España no encontraba ni eso.
Es también el sentimiento con el que seguramente vive la mujer saotomense que estaba esta mañana haciendo las habitaciones del hotel. Yo le dije que no hacía falta que hiciese la mía en inglés, pero no me comprendió y me respondió en francés. Cuando le pregunté de dónde era y me dijo que de Santo Tomé empecé a hablarle en portugués y me confesó que apenas habla inglés. "Pero hay que trabajar para ganarse la vida y aquí estoy".
No son historias extraordinarias. Es la historia de todos los inmigrantes y exiliados del mundo. Una categoría a la que, aunque es verdad que permaneciendo en el lado soleado de la carretera, ahora pertenezco. Son las historias que me han rodeado -en parte- estos días de Londres. Mis primeros días de exilio. Un exilio muy amable, como prueba en parte la foto de la amplia habitación de hotel que está siendo mi casa en esta quincena.


En fin, les dejo con el León de Belfast: