23 de marzo de 2013

Perspectivas

Hoy desde mi ventana se divisa un pequeño parque nevado. Ha comenzado la primavera pero, según dice todo el mundo aquí, la verdadera primavera tarda en llegar. Sin embargo, en el parque, unas plantas parecidas a tulipanes (ignoro casi todo acerca de la floricultura) resisten los embates del frío. Esta es mi actual perspectiva. Una perspectiva muy diferente a la que tendría en Madrid, o en Guadalajara. Cuando voy en los llamativos autobuses de dos pisos que son marca distintiva de esta ciudad que ahora es mi casa, la perspectiva es también muy distinta. Más alta, claro, qué obviedad. Pero no es sólo una cuestión de física. Es también una cuestión de emociones.
A un mes de mi llegada, todavía estoy en una especie de limbo. Sé que ésta es mi ciudad (o lo va a ser por unos meses, cuando menos), pero todavía la miro desde fuera. Tal vez es la cuestión del idioma, pero no sólo. Son muchas las cosas que cambian, aún siendo básicamente las mismas. No sólo el paisaje, por supuesto. Son los usos, las costumbres. Y además de todo eso está, claro, la constancia de la lejanía de las que casi siempre han sido tus cosas de siempre.
Mirar desde fuera tiene su parte divertida. Es como si las cosas no fueran contigo. No del todo, al menos. Eso es lo que nos excita de los viajes. Ese poder que te dan para ser otro por unos días. Para pensar que es posible una vida diferente, lejos de los pesos que todos arrastramos en nuestra vida cotidiana. Así que aquí estoy, sintiéndome alegremente ligero. Como flotando, en cierto sentido. De alguna manera, soy como uno más de los copos de nieve que hoy han caído sobre la ciudad. Voy planeando sobre ella, sabiendo que es mi destino, que he de caer sobre su suelo y, más temprano que tarde, fundirme con él, pasar a formar parte de esta tierra.
Esta perspectiva alegre tiene también su reverso. A veces, a pesar de que la caída es plácida, no puedo evitar cierto sentimiento de vértigo. Entonces, me gustaría estar ya posado sólidamente sobre el suelo. En el fondo, me gustaría estar ya formando parte de otros suelos de los que he formado parte antes. Pero sé que no es posible. Soy sólo un copo de nieve que poco puede hacer por acelerar su caída o elegir el suelo sobre el que va a reposar (esto último suena demasiado a epitafio, qué horror, tengo que revisar mi tendencia al drama).
Al final, todo esto tiene mucho de juego divertido. Os dejo con una linda postal de un Londres nevado y con dos canciones de dos maestros. Dos canciones tan bellas como melancólicas, eso sí (hoy me dio por ahí: es una cuestión de perspectiva).




20 de marzo de 2013

Cumplemeses feliz (homenaje)

Hoy se cumple un mes de mi llegada a Londres. No me he parado a hacer balance de este mes, porque soy de ese tipo de personas que tiende a hacer balance constantemente de su posición en el mundo. Es una bendición cuando te va bien. Aunque suele ser bastante frustrante cuando la realidad te mira con cara de perro. De todas maneras, quitaros la sonrisa cínica de la cara, porque, sí, claro, lo voy a reconocer. Si me paro a escribir estas líneas es porque de alguna manera estoy haciendo balance. No pasa nada. Dejo de hacer balances como dejo de fumar: constantemente. Unas diez-quince veces por día. Hasta que comienzo a fumar un nuevo cigarrillo. O hacer un nuevo balance. Supongo que ambas cosas son un tipo de adicción.
Ya sabéis que me lío, así que no os sorprenderá para nada el anterior párrafo.
Pero bueno, más que hacer un recuento de cosas que tengo y de cosas que me faltan, o repasar los escasos días de sol y los muchos de viento, lluvia o nieve que han hecho de este mes pasado lo que viene a ser un mes pasado; es decir, un conjunto de horas y acontecimientos (otra vez me enredo...). En fin, que más que de recuentos, estas líneas quieren ser unas líneas de homenaje.
Homenaje porque a pesar de que me he venido aquí con un buen trabajo, con un comité de recepción más bien cálido y acogedor que otra cosa, en fin, con cierta seguridad mínima garantizada, la idea de cambiar de paisaje humano me excitaba a menudo, pero me acojonaba casi siempre. Sin embargo, en estos días me he encontrado con mucha gente valiente que vino aquí hace meses o años sin nada garantizado. Lanzándose a la pura aventura de tratar de encontrar una vida mejor, una vida nueva o simplemente una vida. Ya hablé de alguno de ellos antes en estas páginas sin papel (Jose, la limpiadora de mi hotel, algunos españoles que me encontré en una fiesta...) y podría citar más ejemplos. No lo voy a hacer.
Pero me los imagino a algunos de ellos a su mes de haber llegado a Londres, sentados en el borde de la cama de una casa compartida con otras cuatro o cinco personas, tal vez sin trabajo, tal vez preguntándose qué hacían en esta ciudad tan vibrante como devastadora, con toda su gente lejos, sin afectos o sin nadie con quien compartirlos...
Quizás me estoy poniendo demasiado melodramático. Es otro vicio, como el de fumar, como el de hacer balance. Todos tenemos nuestros vicios y los míos creo que no le hacen mal a nadie. Si acaso, a mí.
En cualquier caso, dejadme que me ponga como quiera y que pida un deseo mientras soplo mi velita imaginaria sobre el pastel imaginario que tengo delante de mí. Dicen que los deseos se tienen que mantener en secreto para que se cumplan. Pero como en el fondo soy un exhibicionista (otro vicio más, ya lo sé), lo voy a compartir con vosotros: quiero llegar a sentirme parte de esta ciudad sin dejar de sentirme parte de todos los demás sitios en donde he vivido. Ojalá que se cumpla. Para mí y para todos mis compañeros.
Y ahora, a disfrutar de la música y, por supuesto, del último cigarrito antes de irme a dormir.



(No, no es un error. La canción habla de otra ciudad, pero de los mismos sentimientos. Reparad sobre todo en la frase: "I wanna be a part of it". En cualquier caso, es una gran canción y la canta un tipo todavía más vicioso que yo -cosa nada difícil, por otra parte. En fin: ¡salud!))

18 de marzo de 2013

La gente / tu gente (distancia física/distancia emocional)

Ayer salí a una fiesta. Era una fiesta en un club de Londres, en la City, justo detrás de la catedral de San Pablo. En casi un mes que llevo en esta ciudad no había pasado por esa zona y me alegré. La catedral, iluminada, lucía espectacular en medio de la noche desapacible de este largo invierno londinense. El club estaba bien. Había bastante buen ambiente y la música, para aquellos a los que además del rock and roll nos gustan los sonidos de otras latitudes, no estaba mal. Estaba bien acompañado. Tres simpáticas compañeras de trabajo que tuvieron la amabilidad de hacerme partícipe de su convocatoria y una amiga de una de ellas. Conversamos -evidentemente, buena parte del tiempo sobre el curro; la otra sobre cómo se sentía un recién llegado como yo- y, cuando la cosa se fue animando, estuvimos bailando un buen rato. En suma, una noche nada loca pero bastante agradable. Nada puedo reprocharles a Tamaryn, Cote y Jose. Sin embargo, experimenté un cierto sentimiento de pérdida (por favor, chicas, si por casualidad leen esto no dejen de invitarme la próxima vez, no se ofendan). No estaba con mi gente. Espero que dentro de unos meses a algunas de ellas y de otros y otras compañeros de trabajo los pueda llamar amigos. Ahora, todavía no lo son. 
Esta mañana estuve hablando con Marta, una amiga de mi ciudad natal, Guadalajara. Yo le contaba del paisaje invernal de árboles y humo de chimeneas que se ve desde la ventana del salón y ella me contaba de la enorme extensión de sabana que se ve desde la Casa do Gaiato (algo así como el orfanato) de Massaca, un lugar perdido en la montaña, en algún lugar entre Maputo, la capital de Mozambique, y la frontera de Suráfrica. Ella está allí haciendo trabajo voluntario por cuatro meses. Da clases de teatro, cuenta cuentos, apoya a algunos de los chavales con sus estudios... Es una artista y va a hacer que esos chavales valoren el arte, estoy seguro de ello. Estábamos a miles de kilómetros y, sin embargo, estábamos muy cerca. Ella sí es mi gente.
También lo es Yolanda que, recién levantada, se veía preciosamente pixelada en la pantalla del ordenador. Y mi hermano de sangre Miguel, con quien hablaba ayer por skype, siempre despeinado. Y su chica María. Y Maco, Jorge y Javi, con los que sólo pude chatear por whastaap y facebook. Y Ángel, otro hermano que hoy me contaba a través de los milagros de las comunicaciones que está descansando unos días en Suances.
Por supuesto, también es mi gente mi madre, cuya temblorosa voz en el teléfono siempre me enternece. Y mis sobrinos sacándome la lengua y mi hermana y mi cuñado con cara de ejecutar un laborioso plan al otro lado de los bits mientras buscábamos entre los dos un hotel para su inminente visita a la ex capital del Imperio.
Los exilios de cualquier tipo sirven cuanto menos para demostrar definitivamente que la distancias emocionales y físicas no se corresponden.


(La canción es de Dylan, aunque la cante -extraordinariamente bien, por otra parte- la poco apreciada Miley Cirus)

10 de marzo de 2013

Las primeras veces

Llegar a un país nuevo supone enfrentarse a nuevas cosas. Obvio. Estos primeros días en Londres han estado llenos de ellas.
Ayer, por ejemplo, hice mi primera compra de equipamiento casero por Internet. Hace poco menos de una semana que me trasladé a una casa en el barrio de Highbury, en el norte de Londres, a unos 20 minutos de autobús del Secretariado Internacional de Amnistía Internacional (sí, ya sé que resulta cacofónico), en donde trabajo. Es una casa situada al lado de Clissold Park, uno de los numerosos espacios verdes de la ciudad, que comparto con una chica turca llamada Tulay. No la conozco de nada, pero el día en que vine a ver la habitación que ofrecía para compartir nos caímos bien. La casa me gustó y compañeros de trabajo me dijeron que la relación situación-precio era buena, así que me dije que por qué no probar a hacer de este mi primer hogar londinense y, hasta el momento, la casa va bien.
Como siempre, me despisto. En fin, el caso es que en una nueva casa (creedme que de esto sé un rato), por muy temporal que sea, se necesitan cosas. De momento, no muchas. Unas perchas, unas sábanas, unas toallas... En Londres, una manera muy popular de adquirir ese menaje básico es a través de Argos, una especie de Ikea más popular. La gente va a la tienda, se mira el pedazo de catálogo que tienen (casi 2.000 páginas y no tan glamouroso como el de Ikea, más bien al estilo del siempre añorado Discoplay), hace un pedido y a la hora y media se lo sirven. O, para adelantar tiempo, hace el pedido por Internet y va allí a recogerlo. Tan aséptico como práctico. Así que aquí tengo mis toallas casi trasparentes, mis perchas, mis sábanas y mis almohadas. Todo por el módico precio de unas 25 libras (unos 30 pavos). Nada de lo que presumir ante las visitas, claro. Pero sí unas cuantas cosas útiles para seguir adelante.
Hace más días que compré la Oyster, la tarjeta que te sirve para que el transporte público te cueste la mitad (y que no deja de hacer que moverse por Londres siga siendo caro, aunque tal y cómo se ha puesto la cosa en Madrid, la diferencia se ha acortado mucho). También me hice con un número de móvil inglés y, como siempre, tuve que navegar entre la variedad de compañías y ofertas hasta dar con la que me convenía. Esto del móvil es sin embargo más barato. Por 10 libras puedes tener un plan pay-as-you-go que te cubre todas las necesidades básicas. O puede ser que no tenga tanta gente a la que llamar en esta ciudad. A lo mejor va a ser eso.
He probado también en un par de ocasiones los fabulosos taxis Rolls Royce y en más ocasiones algo de la increíble variedad de cervezas que ofrece la ciudad. Hoy estuve comiendo, también por primera vez, con un amigo hispano-argentino en un pub japonés, el Akari. Básicamente, el típico pub inglés con su maderita, su aire antiguo, su luz amortiguada pero con sus cocineros nipones (o asiáticos, al menos), su sushi, su sachimi, su tempura y... su cerveza japonesa.
Ésa es otra cosa de la que hablaré otro día: la increíble diversidad de Londres. Sí, ya sé que en Lavapiés también hay diversidad. Pero no como aquí, creedme. Y bien, es cierto que tampoco estoy descubriendo América con esto. Pero este blog es para hablar de lo que me da la gana.
Hablando de lo que me da la gana, hoy me golpeó fuerte una canción de Vetusta Morla. Habla de sitios a los que llegar y de los que irse, de huidas, aeropuertos y espejos. Y dice: "nunca se sabe dónde puedes terminar... o empezar". Yo sé que estoy empezando, pero posiblemente este comienzo sea también un final. No, no penséis mal. Simplemente es que con mi amigo hispano-argentino estuvimos hablando de cómo duele, incluso en la distancia, nuestro país. Y uno se pregunta si alguna vez será posible volver a él.
En fin, ellos lo cantan mucho mejor que yo:


Pero no he terminado. Me he dado cuenta del decisivo toque de melancolía que al final impregna este post. Y no me parece justo. Ni con cómo Londres me está tratando ni con cómo me siento yo. Así que, volviendo al tema de las primeras veces, el viernes estuve por primera vez en el increíble centro cultural del South Banks, al lado del puente de Waterloo. Una compañera de trabajo me sugirió ir a un concierto de Fatoumata Diawara y de la increíble Angelique Kidjo, una de las divas de la música africana y yo acepté. En el transcurso del concierto, Angelique Kidjo dijo que la vida siempre hay que celebrarla. Y, coherente con su discurso, se marcó una memorable versión del Pata-Pata, canción que otra diva de la música africana, Miriam Makeba (una mujer increíble que murió en el escenario), hizo inmortal hace ya muchos años.
Ahí va. Para celebrar.


3 de marzo de 2013

Exilios

Hace mucho tiempo ya que no veía el blanco de la plantilla sobre la que escribo ahora. Más de dos meses sin tocar este blog que no aspira a otra cosa que dejar testimonio de mis atinados o desatinados pensamientos. Ha sido un tiempo de cambios acelerados en un año de cambios radicales en el largo y sinuoso recorrido que seguimos las que un gran amigo gusta de llamar personas curvas.
No, no me embarga la tristeza. Pueda que sienta un poco de melancolía, eso sí. Escribo desde el frío y nublado Londres, en donde vivo desde hace ya casi dos semanas y que será mi ciudad por cerca de un año al menos.
El pasado mes de diciembre, en paralelo al inminente fin de mi contrato con Amnistía Internacional España, el Secretariado Internacional de esta organización de lucha por los derechos humanos convocó una plaza en su oficina de prensa para cubrir el área de América Latina. Y aquí estoy.
Los días que llevo aquí han sido tan ajetreados que sólo ayer me golpeó la nostalgia. Ayer y quizás hoy. He pasado el día en el hotel para descansar, hablar con familia y amigos (qué gran invento Skype), escribir... En suma, digerir un poco lo que ha pasado a lo largo de esta ya casi quincena londinense.
No voy a contar todas mis idas y venidas. Los que tienen que saber de ellas ya las conocen. Pero sí que quería hablar de una palabra: exilio. Una palabra bastante presente en mi vida últimamente, a veces de forma inconsciente.
Ayer la citó Luisa, una abogada que es amiga de una gran amiga española y que vive en Londres desde hace tres años. Trabaja para la OSPAR, una organización cercana al sistema de Naciones Unidas que se ocupa de la protección del medio marítimo del Atlántico del Noreste. La conocí a ella y a su marido Alfredo ayer. Me citaron para almorzar en un bonito pub de Kensington llamado Britannia. Después de las presentaciones hablamos, más que nada, de la situación que atraviesa España. En un momento dado, Luisa dijo: "podríamos estar en un café de exiliados españoles en México en los años cuarenta, hablando de cómo y cuándo Franco va a caer".
Por la noche, en un ambiente muy diferente, volví a pensar en la palabra. Olof, un compañero de trabajo sueco, me invitó a una fiesta en el piso de una chica española que conoce. La nutrida asistencia pertenecía a una tribu bastante internacional de jóvenes profesionales entre los que había muchos españoles. Nadie dijo nada (entre otras cosas, cuando llegamos la gente -y nosotros- ya llevábamos varias cervezas encima y no era cuestión de dedicarse a la filosofía sociológica de segunda fila), pero el sentimiento de exilio estaba muy presente. Los españoles tampoco necesitamos muchas excusas para hacer una fiesta. Pero se notaba una cierta necesidad de unión, una cierta solidaridad de desconocidos que tienen sus conocidos en la distancia, un impulso hacia una compasión bien entendida y una disposición a convertir soledades mutuas en compañía. Claro que a lo mejor todo ello tiene que ver con las cervezas que tomamos.
El exilio, la sensación de haber sido expulsado es el sentimiento con el que vive José, un conocido medio español medio venezolano con el que me cité hace una semana. José era un muy reputado profesional del marketing al que la crisis le pilló a contrapié, intentando levantar un proyecto profesional arriesgado. Ahora está trabajando aquí en lo que él llama mierdi-curros, esperando que llegue su hora, que no tengo duda de que llegará. En España no encontraba ni eso.
Es también el sentimiento con el que seguramente vive la mujer saotomense que estaba esta mañana haciendo las habitaciones del hotel. Yo le dije que no hacía falta que hiciese la mía en inglés, pero no me comprendió y me respondió en francés. Cuando le pregunté de dónde era y me dijo que de Santo Tomé empecé a hablarle en portugués y me confesó que apenas habla inglés. "Pero hay que trabajar para ganarse la vida y aquí estoy".
No son historias extraordinarias. Es la historia de todos los inmigrantes y exiliados del mundo. Una categoría a la que, aunque es verdad que permaneciendo en el lado soleado de la carretera, ahora pertenezco. Son las historias que me han rodeado -en parte- estos días de Londres. Mis primeros días de exilio. Un exilio muy amable, como prueba en parte la foto de la amplia habitación de hotel que está siendo mi casa en esta quincena.


En fin, les dejo con el León de Belfast: