18 de noviembre de 2014

Roma, dos semanas (centro de gravedad permanente)

A pesar de la lluvia, me acerco hasta el Coliseo para contemplar su imponente, monumental y arruinada silueta, hecha mágica por los cientos de años que ha permanecido en pie y la barroca iluminación que la convierte en un juego de claroscuros románticos (romanticismo y barroco en una misma frase: evidentemente, debo repasar mis apuntes de literatura e historia del arte). El viejo edificio está ahora mismo lleno de andamios. Es un pato cojo. Como Obama. Como esta ciudad llena de historia que decae mecida en el sopor de sus glorias pasadas y el hedor de su caos presente, amada por todos por su belleza, pero abandonada por todos por su gusto por la tragedia y la desmesura, por su inevitable tendencia al drama y la locura.

Roma es como Ava Gadner en su declive. Una mujer a la que todos los hombres admiran y suspiran por tener una noche entre sus brazos, pero con la que pocos están dispuestos a comprometerse, pues temen ser arrastrados por los demonios que guardan la entrada del panteón de su belleza (y me vais perdonando la alegoría sexista).

Radiante pero sola, Roma se entrega a la dulce embriaguez del abandono y se vende a cualquier turista que paga el billete del bus turístico. O se deja engatusar por cualquier fotógrafo aficionado zalamero que le pide que pose para él abriéndose un poco el escote para mostrar algo más de su carne, que no de su alma, perdida hace tanto tiempo. 

Todo esto se ve claro en noches lluviosas como la de hoy. Nadie acude a contemplar la belleza ajada del Coliseo reflejada en el espejo recién pulido del maravilloso arco de Trajano. Roma llora ese abandono en silencio. El silencio que dejan los rudos tipos vestidos de soldados que amedrentan y casi chantajean a los turistas en sus alrededores, que desaparecieron hace horas. El silencio de las decenas de ¿bangladesíes? ¿pakistaníes? ¿srilankeses? que esta noche no venden ni punteros láser ni paraguas ni brazos extensibles para hacerse selfies con el móvil. 

Ese silencio, en el que casi puedo escuchar como se quema el papel de arroz que envuelve las hebras de tabaco de liar del cigarro que al mismo tiempo me envenena y me redime de la soledad, me deja espacio para pensar.

Hace dos semanas que llegué aquí. Dos semanas que, entre unas cosas y otras, han pasado como un tiro. Como al final pasó el año y medio largo vivido en Londres. Como pasa últimamente esta vida en la que no doy ni la talla del holandés errante que a veces pretendo encarnar ni del honorable padre de familiar que me tocaría ser de acuerdo con las estrechas reglas del juego de la muy noble y muy leal ciudad (Alfonso X el Sabio dixit, según parece ser) de la que provengo.

Hoy es un día especial. Es mi última noche en el hotel que me paga la agencia de Naciones Unidas para la que he venido a trabajar a Roma, el Fondo Internarcional para el Desarrollo Agrícola. Tal vez por eso tenía ganas de pasear solo y bajo la lluvia hasta esta vieja y bella ruina. Soy un sentimental miedoso y en quince días había hecho del repetido paseo hasta la estación de metro (aquí sí que "huele a podrido, carne de cañón y soledad", como decía el mejor Sabina) mi casa, mi rutina, mi círculo de comfort que de nuevo se rompe.

Pienso en que se termina mi idilio de turista con Roma. Mi deslumbramiento al ver por primera vez la Piazza Navona, las escaleras de la Plaza de España o el milagro en pie del Panteón. Mi asombro constante al descubrir rincones increíbles y desconocidos entre el Campo de las Flores y la Piazza Venezia. Y pienso que, desde mañana, no tendré más remedio que mirar a la cara a un país cuyas calles están llenas de mercadillos de inmigrantes, de gitanos pidiendo en el metro, de autobuses destartalados y vagones de metro pintados con grafitis poco agraciados. Un país tan bello como, en el fondo triste. Tan deseado como poco amado. Un país tan parecido y tan diferente al mío, que queda tan cerca y tan lejos.

Un país que, como yo y como mucha otra gente, lo único que busca es un centro de gravedad permanente.


También (y perdón por repetirme) un país de emigrantes. Un país en el que nadie sabe dónde puede terminar. O empezar.


2 de agosto de 2014

One: cumpleaños en la distancia

Hoy, un buen amigo, un gran amigo, de hecho, cumple años. Acabo de hablar con él por skype y la dulzura de hablar con él se mezcla con la amargura de estar lejos. De no poder participar hoy en la fiesta con otros buenos amigos. Se mezcla también con la evidencia -triste o no, evidencia al fin y al cabo- de que nos vamos haciendo mayores, de que los márgenes de error se estrechan y de que, a pesar de que a los cuarenta se supone que uno debiera más o menos saber qué quiere y qué puede hacer de y con su vida, a veces eso no está tan claro. Ya véis que hoy me ha dado por la melancolía.

El fin de semana pasado el panorama era muy distinto. Me escapé a Cornwall/Cornualles con una buena amiga y con otro compañero de viaje que se reveló como un cuerpo hasta cierto punto extraño. A estas horas, estaba disfrutando de una cerveza, viendo atardecer en la bella playa de Carbis Bay, mientras una voz dulce susurraba melancólicas canciones al micrófono de un restaurante a pie de mar. Vaya, se ve que hoy la melancolía lo tiñe todo.


Para completar el trío de amigos, esta mañana lei un mail de una amiga norteamericana que vive en España y que estaba en Francia, a punto de cruzar la frontera con Italia para iniciar sus vacaciones. Me enviaba una bella canción, una de las canciones de U2 -no puedo evitarlo, soy un antiguo- que más me gustan: One. En mi mail de respuesta le respondía que esa canción me recuerda lo difícil que a veces es tenerse en pie de forma coherente, no desparramarse en un remolino de dudas, angustias, incertidumbres, inseguridades, recuerdos de fracasos y miedos. Me recuerda también que el amor es difícil de encontrar. Es un nivel superior de la existencia al que cuesta acceder. Hay que andar, echar las manos para trepar, no desfallecer. Cuando uno llega a la cima, la recompensa es grande. Se siente todo el cuerpo tenso por el esfuerzo, la respiración cansada. Pero la vista de la vida desde allá arriba !es tan hermosa!

Aunque hace demasiado que no he pisado esa cima, no me rindo. Volveré a ella. Y la luz será más brillante, y el aire más puro. Mi respiración será menos agitada y mis noches estarán libres de sueños y presagios inquietantes.

Mientras ese momento llega, trato de que mi esfuerzo honesto sea también constante. Afortunadamente, en el camino me acompañan amigos que envían canciones, reciben y hacen llamadas y proponen excursiones  y otros artefactos con los que distraer melancolías y acallar perjudiciales humores.

Feliz cumpleaños, Jose. Aunque sea un coñazo hacerse mayores, es menos coñazo hacernos mayores juntos.



5 de junio de 2014

Corriendo en Hackney Downs


Este aspecto tenía en esta mañana soleada Hackney Downs, uno de los infinitos parques de Londres. Hacía sol y hasta calor, en esta primavera loca, pero realmente primaveral que estamos disfrutando en Londres. Espero que preceda a un verano igualmente verano como el que disfrutamos el año pasado en esta ciudad cada vez menos de exilio. Después de casi  16 meses de cohabitación (yo habito en Londres y Londres habita en mí; eso es cohabitación, ¿no?) ya casi me siento en casa.

Haciendo un descanso de la rutina casera y aprovechando el radiante sol, me he acercado a Hackney Downs, decía, a correr un poco. Ninguna hazaña. Media horita me basta para terminar exhausto y tener una buena excusa para estirar y noquedarme anquilosado. Pasados los cuarenta hay que hacer por cuidarse.

A veces, esto de estar en los parques da pie a encuentros singulares. Mientras estaba estirando, un tipo mitad amable vecino y mitad visionario se me ha acercado y me ha empezado a hablar del amor de Jesucristo. Le he dicho que yo creí en eso una vez, pero que ahora no sabría decirle, que más bien no. El tipo me ha instado a aceptar el desafío de confrontar mi vida con el modelo de vida de Jesús. No entraba en mis planes, de momento, pero, bueno, el futuro es un libro por escribir. Quién sabe.

Debía tener un aspecto muy desvalido esta mañana, porque poco después se me ha acercado una jovencita negra y me ha endilgado un folleto que, bajo la cautivadora frase de "Eres especial" contenía la invitación a pasarse por una de las muchas capillas de distintas confesiones protestantes que abundan en Hackney, el barrio en el que vivo.

En fin, tal vez esté recibiendo señales y no me entero. Quizá debo cambiar de estrategia vital. Pero como dice mi amiga Celia Zafra, a mí la estrategia se me da mal.

En fin, hacía mucho tiempo sin usar esta página en blanco. Y sé que me repito, porque creo que dije lo mismo la última vez que la use, hace más de 10 meses. Sí, el tiempo vuela. Estos diez meses han sido intensos. Los acontecimientos buenos y malos se han acumulaso y a veces uno sentía que apenas tenía tiempo para vivir. Yo he encontrado algo de tiempo y espero vivirlo bien, pese a todo. Pese a cualquier herida o melancolía tramposa e inútil, pese a cualquier intento de ataque del síndrome de Ulises. Pese a las ganas a veces irremediables de rendirse.

No, señor. No habrá ni retirada ni rendición. Lo dijo hace mucho el general Grant y lo repitió no hace tanto, con más lirismo, el jefe. Y, por el camino, seguiremos escribiendo. Porque -ya lo he dicho, ¿no?- el futuro es un libro por escribir.