30 de septiembre de 2012

Casa tomada (adios, septiembre)



Lo sé, soy un copiota y un culturillas de medio pelo. Pero es verdad. Mi casa está tomada por cajas y bolsas. Prácticamente todo está empacado. Es hora de partir, una vez más. No me importa. Cuando se sale de un sitio es para llegar a otro.
Dejo cosas aquí, en la que mañana dejará de ser mi casa. Han sido siete intensos meses de luchar a brazo partido conmigo mismo. De vivir, en suma, porque la vida es siempre una lucha a brazo partido con uno mismo. Una lucha por vencerse y ganarse, en medio de lágrimas y risas. Una lucha por matarse y resucitarse cotidianamente, moviéndose en medio de una realidad que cambia constantemente de la dureza del acero a la suavidad y dulzura del terciopelo, intentando esquivar los golpes y dar la mano a pistoleros zurdos.
¿Obviedades? Puede ser. Pero demasiado a menudo olvidamos lo obvio. Olvidamos la muerte. Olvidamos que tenemos que construirnos para aceptar que la vida nos destruirá. No hay nada triste en ello. Como decía Serrat: "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".
Algunos pensaréis que estoy melancólico cuando leáis estas líneas. No lo estoy. Últimamente, me asalta poco la melancolía. Quizás es falta de tiempo, entre mudanzas, exámenes, prospecciones de futuro y buenos ratos con la gente que quiero.
Cargo con mis heridas, como todos, claro. Pero voy aprendiendo a lamerlas intentando evitar hacer de ello un ejercicio de onanismo narcisista desmesurado. En la vida todo es milicia y todos tenemos que hacer esfuerzo por no perder el paso.
Tal vez esté siendo demasiado abstracto en un país en el que cada vez más día más gente rebusca en los cubos de la basura y en los contenedores de obra cosas que comer o que vender para comer. En el que cierta gente se siente harta de que les defrauden  constantemente los que deberían ser sus defensores y empieza a pensar seriamente en que de personas han sido degradados a mercancías.
Si fuera un activista comunista, me harían una autocrítica y me obligarían a escribir loas enfervorecidas a mayor gloria de líderes infalibles. Pero esos tiempos pasaron. Todos los tiempos pasan.
También mi tiempo en esta casa, ahora tomada por las bolsas y las cajas, está terminando de pasar. Ha sido un tiempo bueno. Espero que el que venga lo sea también. Pese a las heridas, pese a las incertidumbres.
Es bueno sentir el sol y el viento del camino en la cara.




14 de septiembre de 2012

Postal desde Ghana - El ferry a Anyanui II

Son poco más de las ocho de la mañana cuando los motores del ferry empiezan a ronronear de una manera más insistente, el viejo barco gira sobre sí mismo y se enfrenta a la amplitud mercurial del Volta. Enfrente de nosotros, entre la bruma de la mañana que gira sobre sí misma, perezosa, reticente a convertirse definitivamente en día, distinguimos la draga del capitán Fadi, el vividor libanés que tan bien describiese Ángel en su blog hace unos meses, a quien he tenido el placer de conocer hace unos días y disfrutar de su generosidad.



El ímpetu de la aventura se frena en seco, pues volvemos a encarar la proa hacia tierra. Apenas unos cientos de metros más abajo del muelle de Lapaña, en la comunidad de pescadores cercana al camping de Maranathá ("ven Señor", si mi memoria de antiguo militante cristiano no me traiciona), paramos para recoger otro grupo de gente que incorpora su alegría de día de mercado a nuestro viaje. La operación se repite tres o cuatro veces hasta que llegamos al estuario del Volta, allí donde el gran río se junta con el mar. Entonces, viramos hacia el oeste para cruzar, ahora sí sin remisión, toda la amplitud de la corriente.
Seguimos recogiendo gente. Incluso en la islas privadas que puntean el mapa del tramo final del volta, propiedad la mayoría de ellos de adinerados libaneses que tienen sus negocios en Accra, la capital de Ghana, y su base para el reposo del guerrero aquí, hay personas (servidumbre, familia de la servidumbre, visitantes de la servidumbre que viven en las desparejadas chozas de paja que son las habitaciones de servicio de las espaciosas mansiones con embarcaderos de los nuevos y viejos ricos que habitan la zona) que embarcan con sus vestidos de mercado, sus mercancías de mercado o sus encargos de mercado para dirigirse a Anyanui. El nombre, a estas alturas, comienza a tener para nosotros resonancias casi de tierra prometida.


Atravesada ya la gran tribulación, el ferry emboca una amable zona de canales de agua tranquila, remansada, que discurre entre bosques de manglares rojos y blancos (no me preguntéis por la diferencia, no os la sabría explicar). Nuestros compañeros de viaje nos miran curiosos. Miran nuestras cámaras. Se dejan fotografiar y se excitan cuando ven el resultado de los mágicos click que ya nadie cree que roben el alma en la pantalla. Por los altavoces del barco, suenan atronados, roncos, metálicos, deliciosamente antiguos, viejos éxitos de high-life, la música del vino de palma típica del África Occidental, con su cadencia de palmeras meciéndose en el viento como pararrayos ancestrales que conectan la suave arena de playas infinitas con un cielo imposiblemente limpio y azul. Todo es suave y amable en esta mañana que sigue girando sobre sí misma, perezosa, brumosa, reticente a convertirse definitivamente en día.


Tras algo más de una hora de travesía, agazapado tras un recoveco del canal, aparece el muelle de Anyanui. Lleno de cargamentos de madera de manglar cortada, tiene un cierto aspecto dantesco, amenazante, de factoría de El Corazón de las Tinieblas. No hay tierra prometida, pero, al igual que el viaje a Ítaca, nuestro trayecto ha merecido la pena. No hemos visto monstruos, ni estragones. Quizás porque partimos ya libres de ellos. No los llevábamos dentro. Los habíamos dejado olvidados en algún rincón de Togo o Benín. O, simplemente, estaban hibernando en alguno de los muchos cuartos que tiene nuestro corazón (el eminente científico del alma humana, el doctor Gabriel García Márquez ya dejó establecido que el corazón tiene más cuartos que una casa de putas, es importante recordarlo cuando nos perdemos en alguno de ellos).



Pero basta de digresiones. Estamos en Anyanui y, en el fondo, nada es dantesco. La gente y la vida siguen siendo amables en este rincón del África. Sale por fin el sol y nos damos cuenta de que la mañana  ha dejado de girar sobre sí misma, se despereza definitivamente a pasos forzados y se encamina con decisión a florecer en día. 
En fin, os invito a desintoxicaros de tanto adjetivo escuchando un par de viejos éxitos de high-life. Espero que los disfrutéis.


10 de septiembre de 2012

Postal desde Ghana - El ferry a Anyanui I

Son las ocho de la mañana. Todavía no nos hemos despertado del todo, tras un rápido café y un viaje en moto taxi, cuando llegamos al muelle de Lapaña, en Ada Foah. No sabemos con certeza a qué hora parte el ferry de los miércoles para Anyanui. Algunos nos han dicho que a las ocho, otros que a las ocho y media. Las cosas en África son así. Para saber con certeza un dato tienes que hacer una pequeña encuesta y, después, aplicar medias aritméticas, dejarte guiar por la intuición o, lo más prudente, pecar de precavido. Sobre todo si se trata de horarios. Lo de pecar de precavido tiene sus matices. Unas veces hay que pecar de precavido llegando pronto y, otras, llegando tarde. Un poco lioso, sin duda. Y, claro, también influye la suerte. Ya veis que, como acostumbro, me voy por las ramas. En fin, al barco, que es a donde íbamos.
Nos alegramos de haber tomado como cierta la referencia más temprana, ya que el ferry estaba ahí, a punto de partir. Unas treinta cuarenta personas ya están sentadas en sus amplias cabinas, la proa abatible está ya medio llena con algunas mercancías -esteras, bidones, grandes y medianos bultos envueltos en telas- y algunos pasajeros de última hora terminan de acomodarse y de acomodar sus bultos.
Elena, Ángel y yo subimos al segundo piso del ferry. El aire nos vendrá bien para despejarnos y, además, así podemos vivir nuestra pequeña aventura con mayor intensidad, disfrutando plenamente de la travesía del Volta desde la pequeña cubierta superior que rodea el puente de mando.


Desde luego, somos los únicos blancos a bordo. Y lo que para nosotros es, como digo, una pequeña aventura, para las personas que nos acompañan no es, en la inmensa mayoría de los casos, más que otra jornada de trabajo. Mucha gente en África, sobre todo mujeres, se gana la vida en ese constante movimiento de mercado en mercado, practicando una economía casi de trueque, guardando precarios equilibrios entre la pobreza digna y la miseria.
Os pongo un ejemplo. Una de las mujeres que monta en el ferry a lo largo de la travesía llevaba sobre su cabeza una gran palangana de latón con unos seis u ocho cocos dentro. Pongamos que son ocho. Ocho cocos, vendidos a 50 pesewas cada uno, dan un total de 4 cedis. Contando con que el transporte de ida y vuelta al mercado de Anyanuí le cuesta más 0 menos un cedi, y con que venda todos los cocos, obtendrá hoy un beneficio neto de tres cedis (poco más de un euro). Apenas lo suficiente para comprar algo de arroz o de mandioca con lo que alimentar a su familia durante uno o dos días. Una vida dura, ¿no?


Pese a ello, la mayor parte de la gente del barco esta alegre. Sonríe y conversa animadamente con sus vecinos. Y es que en África los días de mercado no son sólo días de negocio. Son también días para lucir trajes bonitos, para conversar y encontrarse con amigos, contarse novedades, chismorrear...


Claro, os he escamoteado un dato fundamental. ¿Por qué cogemos el ferry precisamente un miércoles? Pues porque ese ferry sólo hace la travesía entre Ada y Anyanuí los miércoles. Porque sólo el miércoles se celebra mercado en Anyanuí, un pequeño poblado justo en el otro extremo del estuario del Volta. Ese estuario que nos disponemos a cruzar en un vetusto pero en apariencia robusto barco.


Como hace mucho que no os dejo nada de música, os propongo amenizar este punto y aparte con un par de éxitos de este verano en Ghana:


1 de septiembre de 2012

Postal desde Benín - Tanongou

En el noroeste de Benín existe una cadena de montañas no muy alta pero de belleza espectacular: la cadena de Atakora. Se extienden varios kilómetros alrededor de Natitingou, un pueblo de unos 5.000 habitantes a diez horas de autobús de la costa. Allí viven pueblos que conservan muchas de sus costumbres ancestrales, como los otammari (llamados despectivamente somba por los colonizadores franceses), los natemba o los gourtmanché, originarios de la vecina Burkina Faso.
Tanongou es un pueblo perdido en esta región perdida. Una villa pequeña, de apenas una cincuentena de casas, enclavada en medio de un profundo valle, a medio camino entre Tanguieta y Batia, la población desde la que se accede al Parque Nacional de Pendjari, que forma parte del Parque Transnacional de la W, que se extiende por todo el norte de Benín y el sur de Burkina Faso y Níger.
Llegamos a Tanongou al atardecer, tras un cansado día recorriendo el Parque Nacional Pendjari. Esta frase que viene es muy de turista supuestamente aventurero, pero no deja de ser cierta: Elena, Ángel y yo éramos seguramente los únicos blancos en varias decenas de kilómetros a la redonda y, claro, sentimos que estábamos viviendo un momento muy especial.
Bernard, nuestro conductor, y Salim, nuestro guía hausa, nos depositaron en Chez Elise, una amplia casa africana en la que su dueña, una simpática mujer gourtmanché, ha adaptado dos habitaciones para huéspedes. Hay que aclarar que una casa africana no es una casa europea. Las casas africanas tradicionales suelen ser compounds, recintos semivallados dentro de los cuales se incluyen varias edificaciones, bien en forma de choza bien en forma de casa más al estilo europeo (planta rectangular y tejado a dos aguas), cada una de ella destinadas a un uso concreto (normalmente, una casa para el hombre, una para cada una de sus esposas y su prole, una para otros parientes agregados a la unidad familiar y así).


Nuestras habitaciones estaban dentro de un pequeño recinto dentro del gran recinto de la casa de Elise. Eran dos chozas circulares de adobe en las que hay instaladas unas grandes camas con mosquitero. Al lado, en otra choza de adobe, había un wc seco (una gran silla, un verdadero trono en el que se abre un hueco bajo el que se coloca un gran balde de latón dentro del cual defecamos y miccionamos, cubriéndolo todo con arena; material que se aprovechará luego, todo revuelto, como abono) y un pequeño cercado de adobe que tapa a una persona a la altura del pecho y que hace de ducha al aire libre. Acalorados tras más de doce horas de recorrido en coche, la básica ducha a base de cubazos de agua arrojados con tacto por sobre nuestras cabezas nos sentó tan bien como una sesión de spa. 


Tras la ducha, nuestro cansancio apenas nos dejó comer, a la luz de una lámpara alimentada por energía solar (a Tanongou no llega la luz eléctrica), una perezosa cena aderezada con un vino que compramos en Natitingou (estando Ángel por medio, es difícil perdonar una cena sin brindar con zumo de uva fermentada) y echarnos a dormir. En la cama, a través de las someras paredes de adobe de mi cuarto escuchaba el ir y venir de gente, los balidos apagados de las cabras y los ladridos de los perros. Los pacíficos ruidos de una perdida comunidad en unas perdidas montañas del lejano Benín.
Pasamos poco tiempo en Tanongou. Apenas dormir esa noche, visitar su espléndida cascada y salir pronto en la mañana siguiente para Natitingou, y dar por terminados cinco días de viaje estupendo, organizados por una empresa beninesa, Eco-Benin, de la que siempre guardaremos el mejor de los recuerdos.
Durante unas horas, fuimos para la gente de Tanongou un elemento novedoso, un grupo al que mirar con curiosidad. Con la misma curiosidad con la que nosotros les mirábamos a ellos, por supuesto. Me pregunto si nuestras gorras y camisas de viaje, nuestras mochilas y nuestras cámaras les parecían tan exóticas como a nosotros nos lo parecían sus trajes, sus escarificaciones, su pausada calma de campesinos africanos. Apuesto a que sí.
Espero que las fotos que vienen a continuación os parezcan igualmente dignas de vuestra curiosidad.