29 de noviembre de 2012

Postal desde Benín - Días de la Atacora


En el número de noviembre de la revista Mundo Negro publiqué este reportaje sobre los días pasados este verano en Benín. Los lectores habituales de este blog saben de lo que hablo, pero, bueno, ahí va. Intento resarciros de la publicación con fotos y con un par de canciones maravillosas, al final.



Días de la Atacora

La Atacora, en el noroeste de Benín, es una región montañosa en la que viven pueblos como los otammaríes o los taneka, que conservan gran parte de sus costumbres ancestrales. Es un territorio hasta cierto punto aislado en el que, gracias a intermediarios como la empresa Eco-Benín, se puede entender un poco cómo transcurre la vida de las comunidades rurales africanas. Una vida tal vez pobre, pero digna y apacible y, en esta región, enmarcada en un paisaje de una belleza poco común.

Solo la luz que proviene de mi habitación, que he abandonado para fumar un último cigarrillo antes de dormir, ilumina un paisaje nocturno con aire de encantamiento. Siento que comprendo el reverencial respeto a la noche de los africanos. No estamos perdidos, pero se podría creer que sí. Las siluetas de los baobabs se recortan contra el cielo oscuro. No se ve nada más en la sombra, y no se escucha ruido alguno en la atalaya del eco-lodge La Perle de l´Atacora. Es como si el universo entero estuviese en calma y en paz.

Cansado, rememoro la belleza del día. La alegre camaradería de Jules. El caminar silencioso, como de estatua de ébano en movimiento, de Mathias. El fulgor verde del valle que nos conducía a Boukombé. Las graciosas formas de las dos líneas de montañas que enmarcaban una escena idílica: suaves colinas coronadas por tata-sombas, las viviendas típicas de los otammaríes que recuerdan a castillos en miniatura, rodeadas de campos en los que la gente aprovechaba la fecundidad de la estación de las lluvias para sembrar maíz, mandioca o ñame. El colorido de los trajes de los grupos que, alegres bajo el sol que calentaba esta mañana la roja tierra de África se dirigían al mercado a comprar o vender, pero, sobre todo, a charlar con viejos conocidos para conocer y dar a conocer novedades y, posiblemente, a beber unos cuantos tragos de tchouk, la cerveza local.


No es éste que describo el único momento de dulce contemplación que experimenté este pasado verano a lo largo de los pocos pero intensos días que pasé en compañía de Ángel y Elena, dos amigos españoles, y de Jules, Mathieu, Parfait y otros compañeros de aventuras africanos en la región de la Atacora, en el noroeste de Benín. Recuerdo también el día en que… Pero, un momento, para contar bien la historia tal vez sea mejor empezar por el principio.

La mala suerte es el comienzo de la buena suerte

Cuando estábamos planeando nuestro viaje por Ghana, Togo y Benín, Ángel y Elena quisieron incluir en el recorrido una visita a Natitingou. La población más importante del noroeste de Benín es un pueblo de tan solo unos 5.000 habitantes. Pero había una razón para querer llegar hasta él. Varios años atrás, algunos amigos comunes habían pasado sus vacaciones allí, ayudando a un grupo de religiosas panameñas a desarrollar sus proyectos de acción social. A los tres nos apetecía conocer a las amigas de nuestros amigos y vivir un poco de lo que habían vivido años atrás.

No tuvimos suerte con las comunicaciones y, cuando llegó la hora de partir, no habíamos tenido noticias de la comunidad, pero decidimos ir a Natitingou de todas formas para conocer la región. Para que alguien nos introdujera en la zona, contactamos con Eco-Benín, una empresa de turismo ecológico beninesa cuya página web tenía muy buena pinta. Prometían guiarnos por el paisaje natural y humano de la región. Yo desconfiaba de las promesas compartirás-la-vida-de-la-gente-local, pero Ángel y Elena eran mayoría, así que nos embarcamos en la empresa. No sabía entonces lo infundada que era mi desconfianza, ni lo agradecido que les estaré siempre a mis amigos por su idea.

Tras un cansado viaje de 10 horas en autobús desde Cotonou, depositamos nuestros ajetreados cuerpos en las rústicas habitaciones del hotel Taneka. Hasta allí se acercó Jules, el coordinador regional de Eco-Benín, a saludarnos y a cerrar los últimos detalles de nuestro recorrido. Eternamente sonriente, Jules repasó con nosotros el programa en una mezcla de inglés y francés, y convinimos vernos pronto en la mañana.

El día en que iniciamos nuestro periplo, Jules nos recogió con Parfait, un chófer otammarí que es, además, presidente de la asociación La Perle de l´Atacora, que agrupa a buena parte de la población de la comuna de Koussoukoingou, cuyo poblado principal, a unos 40 kilómetros de Nati, sería nuestra base de operaciones durante los días siguientes. La sonrisa de Parfait se enmarca en un rostro completamente cubierto de finas escarificaciones que lo convierten en una especie de damasquinado vivo. Este complejo y delicado adorno es marca de la casa de los hombres otammaríes.


Orgullo taneka

En el viejo pero hipercuidado Peugeot de Parfait nos digirimos al primer destino de nuestro recorrido. Aunque íbamos a pasar la mayor parte de los días de Nati entre los otammaríes (llamados despectivamente somba por los colonizadores franceses contra los que lucharon), nuestro primer día en la Atacora iba a ser un día fundamentalmente dedicado a los taneka, otro de los pueblos de la región.

Los taneka son en realidad una parte de un pueblo más amplio, los youm. Son su clan guerrero y sacerdotal. Una gente orgullosa de sus tradiciones, que siguen manteniendo vivas a la par que intentan acompasarlas con la inevitable llegada de la precaria modernidad que empieza a vivir África. En la montañosa región de la Atacora han resistido durante siglos el acoso de pueblos esclavistas como los hausa de la vecina Nigeria o los fon del centro y sur de lo que hoy es Benín y de lo que en su día fue el reino de Abomey.

Empezamos a conocer esa historia de orgullosa resistencia en un pequeño y destartalado, pero interesante y cuidado museo al lado de la carretera. Allí conocemos a Alassane, nuestro guía a lo largo y ancho del universo taneka. Tras visitar la pequeña exposición que reúne algunos ejemplos de los instrumentos musicales, armas de caza y objetos ceremoniales partimos hacia la aldea de Taneka.

La pequeña aldea que es centro de la vida del pueblo taneka descansa en una colina de dulces líneas sobre la que se recortaban las siluetas de cabañas circulares coronadas por techos cónicos de paja y de los baobabs. Una imagen de postal tras la que se oculta una densa riqueza cultural.


A la entrada del poblado nos encontramos con el namari, la autoridad tradicional encargada de las iniciaciones del grupo de edad de los 60 años. Es un anciano de edad indefinida, vestido tan sólo con un gorro de tejido vegetal y un taparrabos de cuero, que fuma una larga pipa que, según las creencias taneka, le permite ver el futuro. Le presentamos nuestros respetos arrodillándonos ante él y él nos bendice con un abanico de crines de animal.


Pero la cosa no ha hecho más que empezar. En las horas siguientes, Alassane nos presenta al youtula, la autoridad tradicional encargada de la iniciación del grupo de edad de los 35 años. Nos lleva a la casa de los espíritus, una cabaña construida con piedras y no con tierra amasada que no tiene puerta. Nos enseña la cabaña en la que los candidatos a rey son encerrados durante siete días sin comida y bebida para probar su carácter. Pasamos por delante del pequeño bosque sagrado en el que se apareció Sangú, el primer ancestro, fundador del pueblo taneka. Nos describe la compleja organización social taneka, en dominada por las autoridades tradicionales, de raigambre religiosa, a las que incluso el rey está subordinado.

La villa está poco poblada y vemos muchas cabañas semiderruidas. Taneka es en realidad un centro ceremonial. Aquí residen permanentemente tan sólo las autoridades tradicionales con sus familiares más directos. El resto de la gente vive en sus poblados agrícolas y acude aquí en las ocasiones en que se celebran alguno de los múltiples ritos que marcan el ritmo de la vida de los taneka. Sobre todo, las iniciaciones de los distintos grupos de edad.

Toda esta riqueza cultural de la región se enmarca en un bello escenario natural. Y tras la visita a Taneka lo comprobamos con un relajante baño en la laguna que forma la cascada de Kota, un bello salto de agua de unos 20 metros de desnivel. Allí nos quitamos el calor del día antes de partir hacia nuestra base de operaciones: el eco-logde La Perle de l´Atacora, en Koussoukoingou. En el camino, África nos regala un espléndido atardecer.


En el País Somba

Koussoukoingou es el corazón de lo que los colonizadores franceses llamaron el país somba. El poblado se extiende por una gran cantidad de terreno. Las casas están muy dispersas, pues tienen a su alrededor los terrenos de cultivo de la familia. En el corazón del corazón está el eco-logde en que nos alojamos, un edificio de dos plantas, recientemente inaugurado y construido gracias a ayudas de la cooperación estadounidense, que imita la edificación típica del país: el tata-somba. Justo enfrente de nosotros, el pozo del agua. Unos 100 metros a nuestra espalda, descendiendo una suave cuesta, la escuela. Y unos 100 metros a nuestra derecha, un destartalado bar, tres centros de referencia fundamentales para los habitantes de Koussoukoingou.

Mathieu es nuestro guía a través de los senderos y la vida de la localidad. Nos habían prometido que Mathieu hablaba inglés. Pero enseguida nos damos cuenta de que no. De hecho, Mathieu es un tipo absolutamente amable, pero absolutamente silencioso. No habla a no ser que se le pregunte (en francés, preferiblemente). Eso sí, cuando habla demuestra un profundo conocimiento de la zona y que su universo vital sigue marcado absolutamente por las coordenadas de la cultura tradicional otammarí.


Con él visitamos la gruta de Oira, una cueva que se esconde tras la cascada del mismo nombre. La boca de la gruta está llena de graneros construidos con tierra de termitero, como es típico de la zona. Mathieu nos explica que éste era uno de los lugares en los que los otammaríes se refugiaban para huir de las razzias esclavistas del rey de Abomey.

Es él quien nos descubre los secretos del tata-somba, la vivienda tradicional otammarí. Se trata de una casa aparentemente pequeña, que asemeja un castillo almenado, pero en la que confluyen tanto elementos simbólicos y religiosos como una estudiada funcionalidad, que hace que en un pequeño espacio se pueda disponer de todo lo que se necesita para cubrir las necesidades básicas de una familia.

A la entrada de la vivienda están los diversos fetiches que velan por la felicidad de la casa y de sus habitantes: el que propicia la buena caza, el que protege de la malaria, el que atrae la suerte. Algunos están separados unos pocos metros de la vivienda. Otros están integrados en sus muros. Todos muestran rastros de sangre y de plumas, testimonio de los sacrificios que se les realiza periódicamente. Las jambas y el marco de la puerta están tachonados de los cráneos y huesos de animales cazados. Es la forma de reconocer al fetiche de la caza los beneficios que ha proporcionado al creyente.

A la entrada, hay una cocina auxiliar dedicada sobre todo a albergar instrumentos para pilar los distintos tipos de cereal que son la base de la alimentación. Después, un corral-cuarto de estar en el que se puede encender fuego. Es el lugar de reunión para la época de lluvias y en donde reposa el pequeño ganado (generalmente cabras y gallinas) a salvo del frío y el agua. A continuación, ligeramente elevada, una sala circular es la cocina para la época de lluvias y una especie de descansillo-hall desde el que se accede al techo del tata.


En el techo encontramos otro hogar en el que se puede cocinar en época seca, tres graneros y tres habitaciones. Las habitaciones son cámaras bajas en las que la gente tiene que entrar tumbada y están exclusivamente dedicadas a dormir. Los graneros, construidos con tierra de termitero, tienen una abertura superior a la que se accede por una escalera africana (ese palo en forma de y griega en el que se esculpen los escalones) por la que se llenan y se vacían. Hay tres habitaciones y tres graneros: para el padre, para la madre y para los niños. Estas divisiones sirven tanto para repartir el espacio como para organizar la economía familiar.

Durante unos días, acompasamos nuestro ritmo al ritmo de la comunidad. Vemos a niños y adultos cultivar, a los niños más chicos pastorear las cabras, nos escondemos en el hueco del baobab gigante de más de 300 años de edad, bebemos unas cervezas en el bar, participamos en la fiesta de graduación de unos jóvenes de la localidad que han terminado un proceso formativo en unos talleres mecánicos de Nati, jugamos al lido (una variante de nuestro parchís muy popular aquí) vemos cómo las mujeres de la localidad elaboran trabajosamente manteca de karité, entramos y salimos de diferentes tatas…

Mathieu, con su sonrisa, su silencio y sus explicaciones,  nos acompaña siempre. Jules nunca anda muy lejos y a menudo contamos también con la compañía de Parfait. Son días apacibles y bellos, como la luz que nos acaricia el último día de nuestra estancia en Koussoukoingou. Tras un agradable paseo por el paisaje encantado de la sabana, sacamos unas copas de vino y vemos atardecer desde la plataforma de cemento de la bomba del agua, mientras vamos saludando a los vecinos que se acercan a llenar sus grandes bidones de plástico para abastecer sus casas. Nos sentimos plenamente realizados.

Entre antílopes y babuinos

No ha amanecido todavía cuando oímos el motor del cuatro por cuatro que nos llevará al Parque Nacional Pendjari. Hemos de partir pronto para recorrer los cerca de ochenta kilómetros que nos separan de Batia, la entrada más cercana del parque. Saludamos a Bernard, nuestro chófer, y a Salim, nuestro guía hausa, que no comerá en todo el día porque está guardando el ayuno del ramadán.

Embarcamos nuestras cosas y partimos, con una mezcla de expectación y de pena. No volveremos ya a ver, seguramente en toda nuestra vida, este poblado de Kousoukoingou en el que tanto hemos disfrutado durante los últimos tres días. Pero, sin duda, será siempre parte de nosotros mientras nuestra memoria siga en pie.

Dormitamos en el camino hasta Batia y, después, abrimos bien nuestros ojos. No llegamos en el mejor momento para observar animales, pues estamos en medio de una estación de lluvias generosa. Eso hace que la hierba de la sabana esté muy alta y los animales no se concentren en torno a escasos puntos de agua, sino que vaguen más libremente por el extenso territorio del parque. Aún así, tenemos ilusión por contemplar algunas de las numerosas especies de aves, mamíferos y reptiles que habitan el parque.


Esa ilusión se ve satisfecha, aunque no de forma espectacular, a lo largo del día. En el recuerdo y en el cuaderno de campo tengo anotados babuinos, águilas de las estepas, calaos, waterbroks, monos rojos, antílopes de diversos tipos… Ni yo ni mis compañeros somos unos naturalistas entusiastas, pero creo que nunca se nos borrará la emoción de ver, desde el sillón instalado en la vaca del cuatro por cuatro, a una leona salir desde la espesura de la hierba, mirarnos entre despectiva y calculadora, decidir que no representábamos ningún peligro y proseguir su camino cruzando la carretera seguida por tres lindos cachorros que cualquiera hubiéramos adoptado inmediatamente como mascotas.

Con o sin animales, el territorio del Parque Nacional Pendjari es, en esta estación de lluvias, inmensamente generoso con los visitantes. Tiene muchas cosas que ofrecer: el verde intenso de una hierba que casi supera en altura el coche en algunos puntos del recorrido; la densidad amenazadora de la sábana arbórea o de corredor que rodea el recorrido del río Pendjari, que marca la frontera con la inminente Burkina Faso; el cielo de una pureza azul increíble, que parece una inmensa turquesa incrustada entre nosotros y los secretos del universo, más allá de la atmósfera…

Fin de fiesta en Tanongou

Tanongou es una aldea de unas cincuenta casas encajada en el fondo de un estrecho valle de la Atacora habitada por gourmanchés, una etnia que proviene de Burkina Faso. Un lugar idílico al que llegamos ya extraordinariamente cansados tras la visita al Pendjari. El todoterreno nos deja a la entrada de Chez Denisse. Denisse es una mujer vivaracha, de unos 30 años de edad, que ha habilitado, dentro del cercado de varias edificaciones que es su casa, un cercado más pequeñito que constituye una pequeña pensión de dos habitaciones, comedor y ducha al aire libre.

Mientras atiendo a alguno de los guías y artesanos locales que se acercan a darnos la bienvenida y, al mismo tiempo, a ofrecernos sus servicios, Ángel y Elena se acomodan en una de las habitaciones y se duchan. Cuando llega mi turno, disfruto enormemente del agua que hago correr sobre mi cabeza usando una pequeña palangana de latón. Es un placer básico. Nada de hidromasajes ni jacuzzis en este rincón de la Atacora. Pero cuando has pasado todo un día bajo el sol de África, un gesto tan elemental proporciona un placer inmenso.

Ha oscurecido ya cuando llega la cena. La tomamos iluminados por una lámpara que se carga gracias a una placa solar. El tendido eléctrico no llega hasta aquí. Aparece el siempre sonriente Jules, que no nos ha acompañado al parque y ha pasado todo el día en el poblado, haciendo gestiones con los dirigentes de la asociación local y los guías y artesanos, con los que la empresa Eco-Benin comparte sus ingresos.

Abrimos una botella de vino de las que cargamos desde Cotonou. Sabemos que para viajar es bueno ir ligeros de equipaje, pero también sabemos cuánto reconforta un trago de tinto después de una larga jornada. Brindamos con Jules y le contamos, satisfechos, el día. Nos vamos a dormir, arrullados por las conversaciones de la gente en la calle, los ladridos de algún perro y el balar de alguna cabra. Bajo la mosquitera, cansado, leo un poco a la luz de la linterna, me revuelvo entre las sábanas y acabo por dormirme pacíficamente.

Los cantos de los gallos nos saludan al día siguiente. Desayunamos y empaquetamos nuestras cosas. Es un día de despedidas, pero no queremos irnos sin visitar la espléndida cascada de Tanongou. Ángel, menos perezoso que Elena y yo, incluso se baña. Nos gustaría disfrutar un poco más de la tranquilidad de este pueblo, pero el tiempo se acaba. Bernard y Salim esperan otro grupo de turistas para visitar el Parque Nacional de Pendjari y hemos estar a una hora razonable en Natitingou. El todoterreno va lleno. Se unen a la expedición una mujer con su niña, que baja a Nati para que le examinen un ojo que no le deja de llorar desde hace una semana. Probablemente tenga un herpes o algún parásito. Le deseamos suerte al despedirnos de ella.

Cuando nuestros amigos nos dejan en el hotel Taneka, completando el recorrido circular de estos días en la Atacora, sentimos un cierto pesar. Sobre todo por Jules, que se ha portado con nosotros como un amigo, más que como un guía. Nos abrazamos efusivamente. Sabemos que es una despedida para siempre. Pero sabemos que la riqueza de lo visto y vivido también lo es, y eso reconforta.

Pero lo que reconforta más son las buenas canciones: Africando y Orchestra Baobab, dos grupos legendarios.


28 de noviembre de 2012

Smoking all over the world - Nápoles


La foto es mala, y el modelo no es bueno. Pero el momento era fantástico. Hace algo más de un mes (sí, hace mucho que no escribo en este blog) que estaba en Nápoles, una ciudad enloquecidamente decadente. En concreto, la foto está tomada en el castillo del Huevo, una imponente fortaleza medieval que parte en dos la línea costera de la ciudad. Al fondo, medio oculto por las nubes, el legendario Vesubio, el sepultador de Pompeya y Herculano.

Viajé solo. Un par de amigos estuvieron a punto de sumarse al viaje en algún momento. No lo hicieron, y tal vez fue mejor así. Era un viaje, en el fondo, para saldar cuentas. Eso sí, no sé muy bien con quien. Tal vez con el pasado, tal vez con el presente o quizás con el futuro. ¿Conmigo mismo? No lo sé. ¿Con el resto del mundo? No tendría por qué, ¿no? Tal vez con todo y con todos. Si averiguo más sobre el tema, prometo contároslo.

Un amigo mío me había advertido que tuviera cuidado con Nápoles, ciudad que él había conocido hacía unos años. No vi allí mucho peligro, aparte del de sucumbir a los miedos de uno. Pero ese peligro nos acecha siempre. Se esconde en los billetes de avión y de tren, pero también en los amores, y hasta desde debajo de la tapa del váter de tu casa de siempre te puede sorprender.

Vi una ciudad llena de iglesias barrocas y de fantasmas que aparecen y desaparecen por entre las piedras carcomidas por el tiempo en las callejas de su casco histórico. Comí la mejor pizza que he probado nunca. Sentí el gusto agridulce de la soledad y conocí algo más del mundo. Son, sin duda, bastantes cosas para tres días. Y suficiente excusa para volver a escribir en este blog.

Como dicen que las imágenes valen por mil palabras, aquí os dejo más de 40.000.  Es sólo hacer click

Bueno, y una canción. Una canción de las eternas. Cómo Nápoles.

30 de septiembre de 2012

Casa tomada (adios, septiembre)



Lo sé, soy un copiota y un culturillas de medio pelo. Pero es verdad. Mi casa está tomada por cajas y bolsas. Prácticamente todo está empacado. Es hora de partir, una vez más. No me importa. Cuando se sale de un sitio es para llegar a otro.
Dejo cosas aquí, en la que mañana dejará de ser mi casa. Han sido siete intensos meses de luchar a brazo partido conmigo mismo. De vivir, en suma, porque la vida es siempre una lucha a brazo partido con uno mismo. Una lucha por vencerse y ganarse, en medio de lágrimas y risas. Una lucha por matarse y resucitarse cotidianamente, moviéndose en medio de una realidad que cambia constantemente de la dureza del acero a la suavidad y dulzura del terciopelo, intentando esquivar los golpes y dar la mano a pistoleros zurdos.
¿Obviedades? Puede ser. Pero demasiado a menudo olvidamos lo obvio. Olvidamos la muerte. Olvidamos que tenemos que construirnos para aceptar que la vida nos destruirá. No hay nada triste en ello. Como decía Serrat: "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".
Algunos pensaréis que estoy melancólico cuando leáis estas líneas. No lo estoy. Últimamente, me asalta poco la melancolía. Quizás es falta de tiempo, entre mudanzas, exámenes, prospecciones de futuro y buenos ratos con la gente que quiero.
Cargo con mis heridas, como todos, claro. Pero voy aprendiendo a lamerlas intentando evitar hacer de ello un ejercicio de onanismo narcisista desmesurado. En la vida todo es milicia y todos tenemos que hacer esfuerzo por no perder el paso.
Tal vez esté siendo demasiado abstracto en un país en el que cada vez más día más gente rebusca en los cubos de la basura y en los contenedores de obra cosas que comer o que vender para comer. En el que cierta gente se siente harta de que les defrauden  constantemente los que deberían ser sus defensores y empieza a pensar seriamente en que de personas han sido degradados a mercancías.
Si fuera un activista comunista, me harían una autocrítica y me obligarían a escribir loas enfervorecidas a mayor gloria de líderes infalibles. Pero esos tiempos pasaron. Todos los tiempos pasan.
También mi tiempo en esta casa, ahora tomada por las bolsas y las cajas, está terminando de pasar. Ha sido un tiempo bueno. Espero que el que venga lo sea también. Pese a las heridas, pese a las incertidumbres.
Es bueno sentir el sol y el viento del camino en la cara.




14 de septiembre de 2012

Postal desde Ghana - El ferry a Anyanui II

Son poco más de las ocho de la mañana cuando los motores del ferry empiezan a ronronear de una manera más insistente, el viejo barco gira sobre sí mismo y se enfrenta a la amplitud mercurial del Volta. Enfrente de nosotros, entre la bruma de la mañana que gira sobre sí misma, perezosa, reticente a convertirse definitivamente en día, distinguimos la draga del capitán Fadi, el vividor libanés que tan bien describiese Ángel en su blog hace unos meses, a quien he tenido el placer de conocer hace unos días y disfrutar de su generosidad.



El ímpetu de la aventura se frena en seco, pues volvemos a encarar la proa hacia tierra. Apenas unos cientos de metros más abajo del muelle de Lapaña, en la comunidad de pescadores cercana al camping de Maranathá ("ven Señor", si mi memoria de antiguo militante cristiano no me traiciona), paramos para recoger otro grupo de gente que incorpora su alegría de día de mercado a nuestro viaje. La operación se repite tres o cuatro veces hasta que llegamos al estuario del Volta, allí donde el gran río se junta con el mar. Entonces, viramos hacia el oeste para cruzar, ahora sí sin remisión, toda la amplitud de la corriente.
Seguimos recogiendo gente. Incluso en la islas privadas que puntean el mapa del tramo final del volta, propiedad la mayoría de ellos de adinerados libaneses que tienen sus negocios en Accra, la capital de Ghana, y su base para el reposo del guerrero aquí, hay personas (servidumbre, familia de la servidumbre, visitantes de la servidumbre que viven en las desparejadas chozas de paja que son las habitaciones de servicio de las espaciosas mansiones con embarcaderos de los nuevos y viejos ricos que habitan la zona) que embarcan con sus vestidos de mercado, sus mercancías de mercado o sus encargos de mercado para dirigirse a Anyanui. El nombre, a estas alturas, comienza a tener para nosotros resonancias casi de tierra prometida.


Atravesada ya la gran tribulación, el ferry emboca una amable zona de canales de agua tranquila, remansada, que discurre entre bosques de manglares rojos y blancos (no me preguntéis por la diferencia, no os la sabría explicar). Nuestros compañeros de viaje nos miran curiosos. Miran nuestras cámaras. Se dejan fotografiar y se excitan cuando ven el resultado de los mágicos click que ya nadie cree que roben el alma en la pantalla. Por los altavoces del barco, suenan atronados, roncos, metálicos, deliciosamente antiguos, viejos éxitos de high-life, la música del vino de palma típica del África Occidental, con su cadencia de palmeras meciéndose en el viento como pararrayos ancestrales que conectan la suave arena de playas infinitas con un cielo imposiblemente limpio y azul. Todo es suave y amable en esta mañana que sigue girando sobre sí misma, perezosa, brumosa, reticente a convertirse definitivamente en día.


Tras algo más de una hora de travesía, agazapado tras un recoveco del canal, aparece el muelle de Anyanui. Lleno de cargamentos de madera de manglar cortada, tiene un cierto aspecto dantesco, amenazante, de factoría de El Corazón de las Tinieblas. No hay tierra prometida, pero, al igual que el viaje a Ítaca, nuestro trayecto ha merecido la pena. No hemos visto monstruos, ni estragones. Quizás porque partimos ya libres de ellos. No los llevábamos dentro. Los habíamos dejado olvidados en algún rincón de Togo o Benín. O, simplemente, estaban hibernando en alguno de los muchos cuartos que tiene nuestro corazón (el eminente científico del alma humana, el doctor Gabriel García Márquez ya dejó establecido que el corazón tiene más cuartos que una casa de putas, es importante recordarlo cuando nos perdemos en alguno de ellos).



Pero basta de digresiones. Estamos en Anyanui y, en el fondo, nada es dantesco. La gente y la vida siguen siendo amables en este rincón del África. Sale por fin el sol y nos damos cuenta de que la mañana  ha dejado de girar sobre sí misma, se despereza definitivamente a pasos forzados y se encamina con decisión a florecer en día. 
En fin, os invito a desintoxicaros de tanto adjetivo escuchando un par de viejos éxitos de high-life. Espero que los disfrutéis.


10 de septiembre de 2012

Postal desde Ghana - El ferry a Anyanui I

Son las ocho de la mañana. Todavía no nos hemos despertado del todo, tras un rápido café y un viaje en moto taxi, cuando llegamos al muelle de Lapaña, en Ada Foah. No sabemos con certeza a qué hora parte el ferry de los miércoles para Anyanui. Algunos nos han dicho que a las ocho, otros que a las ocho y media. Las cosas en África son así. Para saber con certeza un dato tienes que hacer una pequeña encuesta y, después, aplicar medias aritméticas, dejarte guiar por la intuición o, lo más prudente, pecar de precavido. Sobre todo si se trata de horarios. Lo de pecar de precavido tiene sus matices. Unas veces hay que pecar de precavido llegando pronto y, otras, llegando tarde. Un poco lioso, sin duda. Y, claro, también influye la suerte. Ya veis que, como acostumbro, me voy por las ramas. En fin, al barco, que es a donde íbamos.
Nos alegramos de haber tomado como cierta la referencia más temprana, ya que el ferry estaba ahí, a punto de partir. Unas treinta cuarenta personas ya están sentadas en sus amplias cabinas, la proa abatible está ya medio llena con algunas mercancías -esteras, bidones, grandes y medianos bultos envueltos en telas- y algunos pasajeros de última hora terminan de acomodarse y de acomodar sus bultos.
Elena, Ángel y yo subimos al segundo piso del ferry. El aire nos vendrá bien para despejarnos y, además, así podemos vivir nuestra pequeña aventura con mayor intensidad, disfrutando plenamente de la travesía del Volta desde la pequeña cubierta superior que rodea el puente de mando.


Desde luego, somos los únicos blancos a bordo. Y lo que para nosotros es, como digo, una pequeña aventura, para las personas que nos acompañan no es, en la inmensa mayoría de los casos, más que otra jornada de trabajo. Mucha gente en África, sobre todo mujeres, se gana la vida en ese constante movimiento de mercado en mercado, practicando una economía casi de trueque, guardando precarios equilibrios entre la pobreza digna y la miseria.
Os pongo un ejemplo. Una de las mujeres que monta en el ferry a lo largo de la travesía llevaba sobre su cabeza una gran palangana de latón con unos seis u ocho cocos dentro. Pongamos que son ocho. Ocho cocos, vendidos a 50 pesewas cada uno, dan un total de 4 cedis. Contando con que el transporte de ida y vuelta al mercado de Anyanuí le cuesta más 0 menos un cedi, y con que venda todos los cocos, obtendrá hoy un beneficio neto de tres cedis (poco más de un euro). Apenas lo suficiente para comprar algo de arroz o de mandioca con lo que alimentar a su familia durante uno o dos días. Una vida dura, ¿no?


Pese a ello, la mayor parte de la gente del barco esta alegre. Sonríe y conversa animadamente con sus vecinos. Y es que en África los días de mercado no son sólo días de negocio. Son también días para lucir trajes bonitos, para conversar y encontrarse con amigos, contarse novedades, chismorrear...


Claro, os he escamoteado un dato fundamental. ¿Por qué cogemos el ferry precisamente un miércoles? Pues porque ese ferry sólo hace la travesía entre Ada y Anyanuí los miércoles. Porque sólo el miércoles se celebra mercado en Anyanuí, un pequeño poblado justo en el otro extremo del estuario del Volta. Ese estuario que nos disponemos a cruzar en un vetusto pero en apariencia robusto barco.


Como hace mucho que no os dejo nada de música, os propongo amenizar este punto y aparte con un par de éxitos de este verano en Ghana:


1 de septiembre de 2012

Postal desde Benín - Tanongou

En el noroeste de Benín existe una cadena de montañas no muy alta pero de belleza espectacular: la cadena de Atakora. Se extienden varios kilómetros alrededor de Natitingou, un pueblo de unos 5.000 habitantes a diez horas de autobús de la costa. Allí viven pueblos que conservan muchas de sus costumbres ancestrales, como los otammari (llamados despectivamente somba por los colonizadores franceses), los natemba o los gourtmanché, originarios de la vecina Burkina Faso.
Tanongou es un pueblo perdido en esta región perdida. Una villa pequeña, de apenas una cincuentena de casas, enclavada en medio de un profundo valle, a medio camino entre Tanguieta y Batia, la población desde la que se accede al Parque Nacional de Pendjari, que forma parte del Parque Transnacional de la W, que se extiende por todo el norte de Benín y el sur de Burkina Faso y Níger.
Llegamos a Tanongou al atardecer, tras un cansado día recorriendo el Parque Nacional Pendjari. Esta frase que viene es muy de turista supuestamente aventurero, pero no deja de ser cierta: Elena, Ángel y yo éramos seguramente los únicos blancos en varias decenas de kilómetros a la redonda y, claro, sentimos que estábamos viviendo un momento muy especial.
Bernard, nuestro conductor, y Salim, nuestro guía hausa, nos depositaron en Chez Elise, una amplia casa africana en la que su dueña, una simpática mujer gourtmanché, ha adaptado dos habitaciones para huéspedes. Hay que aclarar que una casa africana no es una casa europea. Las casas africanas tradicionales suelen ser compounds, recintos semivallados dentro de los cuales se incluyen varias edificaciones, bien en forma de choza bien en forma de casa más al estilo europeo (planta rectangular y tejado a dos aguas), cada una de ella destinadas a un uso concreto (normalmente, una casa para el hombre, una para cada una de sus esposas y su prole, una para otros parientes agregados a la unidad familiar y así).


Nuestras habitaciones estaban dentro de un pequeño recinto dentro del gran recinto de la casa de Elise. Eran dos chozas circulares de adobe en las que hay instaladas unas grandes camas con mosquitero. Al lado, en otra choza de adobe, había un wc seco (una gran silla, un verdadero trono en el que se abre un hueco bajo el que se coloca un gran balde de latón dentro del cual defecamos y miccionamos, cubriéndolo todo con arena; material que se aprovechará luego, todo revuelto, como abono) y un pequeño cercado de adobe que tapa a una persona a la altura del pecho y que hace de ducha al aire libre. Acalorados tras más de doce horas de recorrido en coche, la básica ducha a base de cubazos de agua arrojados con tacto por sobre nuestras cabezas nos sentó tan bien como una sesión de spa. 


Tras la ducha, nuestro cansancio apenas nos dejó comer, a la luz de una lámpara alimentada por energía solar (a Tanongou no llega la luz eléctrica), una perezosa cena aderezada con un vino que compramos en Natitingou (estando Ángel por medio, es difícil perdonar una cena sin brindar con zumo de uva fermentada) y echarnos a dormir. En la cama, a través de las someras paredes de adobe de mi cuarto escuchaba el ir y venir de gente, los balidos apagados de las cabras y los ladridos de los perros. Los pacíficos ruidos de una perdida comunidad en unas perdidas montañas del lejano Benín.
Pasamos poco tiempo en Tanongou. Apenas dormir esa noche, visitar su espléndida cascada y salir pronto en la mañana siguiente para Natitingou, y dar por terminados cinco días de viaje estupendo, organizados por una empresa beninesa, Eco-Benin, de la que siempre guardaremos el mejor de los recuerdos.
Durante unas horas, fuimos para la gente de Tanongou un elemento novedoso, un grupo al que mirar con curiosidad. Con la misma curiosidad con la que nosotros les mirábamos a ellos, por supuesto. Me pregunto si nuestras gorras y camisas de viaje, nuestras mochilas y nuestras cámaras les parecían tan exóticas como a nosotros nos lo parecían sus trajes, sus escarificaciones, su pausada calma de campesinos africanos. Apuesto a que sí.
Espero que las fotos que vienen a continuación os parezcan igualmente dignas de vuestra curiosidad.






27 de agosto de 2012

Postal desde Ghana - Niños de Anyakpor

Como ya sabéis los lectores asiduos, he viajado recientemente a Ghana. El objeto del viaje, además de asomarme a un rincón del planeta de los muchos que aún no conozco, era visitar a un gran amigo, Ángel Gonzalo y a su chica, Elena, inmersos desde hace meses en su aventura ghaneante. He hablado de ellos ya en este blog, y Ángel cuenta de forma excelente su experiencia africana en el suyo
La felicidad de las horas y los días compartidos recientemente con ellos hace que mi vida haya sido, durante casi un mes, una especie de cara B de la suya y que, estas últimas semanas, este blog sea un poco la cara B de Ghaneante. Pero no me extiendo. Aparte de lo que se cuenta en los post aquí enlazados hay poco más que decir, aunque mucho más que mostrar. Os dejo a solas con algunas fotos. Y con un poema de Pedro Casaldáliga que decía:

"No sé los nombres de todos,
pero me aprendo sus ojos,
y por sus ojos los llamo"