15 de abril de 2013

Winter is going

Ayer sentí la primavera. Tras un día dormitando en casa y tratando de estudiar algo -llegué a Londres arrastrando un Máster en Política y Democracia que ya sé que no terminaré este año-, la posibilidad de tomar una cerveza con una compañera de trabajo y una amiga suya en un pub no lejos de casa consiguió sacarme de casa.
Salir fue una decisión totalmente acertada. Una gloriosa batalla ganada a la pereza.
Pertrechado con mi juego de doble cazadoras que no me abandona desde que llegué -y que, a veces, me veo en la obligación de reforzar- me di cuenta con alegría de que me sobraba la mitad de la ropa. Aventurero de repente, no tomé el camino conocido, sino que dirigí mis pasos a través de las verdes praderas de Highbury Fields, uno de los numerosos parques que existen en lo que ya creo que puedo llamar "mi barrio" en Londres.
Un cálido y ya decadente sol teñía todo de una luz dorada y tan cálida como pueda serlo el abrazo de una madre a un niño de dos años. Y la realidad abrazada sonreía con la misma candidez que ese niño imaginario, y parecía que el mundo acababa de nacer. O que yo acababa de nacer y estaba descubriéndolo. De alguna manera, era así, porque esta ciudad se transforma con el sol. En el fondo, todas los hacen. Pero aquí el sol es tan escaso que hace la transformación incluso más grande. Así que estaba ante una ciudad nueva. Y ahora que esta ciudad es mi mundo, ante un mundo nuevo.
Mi primer paseo dominical con sol en Londres fue tan solitario como acompañado. De alguna manera, sentía que toda la vida que me rodeaba -personas que no conocía y que hablaban plácidamente por móvil sentadas en un banco mientras descansaban de su recorrido en bici; los y las corredoras y corredores que jadeaban mientras superaban sin problemas a un paseante distraído, absorto en lo que para él era un mundo nuevo; las ardillas que subían y bajaban a los árboles enfrente de mi casa, las parejas que paseaban tomadas de la mano (las más jóvenes) y las que observaban atentamente los dubitativos recorridos de sus niños (las algo más mayores)- se alegraba tanto como yo del hermoso día de primavera (¡por fin!) que Londres nos regalaba. Y que éramos como hermanos por un momento en esa alegría común.
Tras las colinas onduladas de verde resplandeciente, las vetustas casas (eduardianas, victorianas, qué se yo, todavía no he aprendido a distinguir los estilos arquitectónicos característicos de la ciudad) que normalmente parecen grises contenedores de tristeza eran de repente relucientes hogares rebosantes de buena voluntad y ganas de vivir. Los fumadores no se apretujaban debajo de escasas cornisas mirando al cielo y maldiciendo la nieve o la lluvia, sino que, en mangas de camisa o con leves cazadoras, exhibían su vicio en mitad de las aceras, sentados en grandes mesas de madera o hablando a voz en grito por el móvil.
Me acordé de Caetano Veloso y su canción Alegria, alegria y del verso en que se pregunta que quién puede leer noticias en un plácido domingo soleado. Yo decidí hacerle caso y no compré el periódico. Ninguna noticia me interesaba más ayer que la certeza (tal vez equivocada, es verdad, pero no menos sentida) de que el invierno comienza a decir adiós.
Les dejo con el maestro:

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