2 de febrero de 2011

Postal desde India - En el tren Jaisalmer-Delhi IV

Mucha gente se baja del tren en una parada que no podemos identificar, pero Assa y su padre siguen allí, él con su silencio de mármol negro y ella con sus ojos de sonrisa comiéndose el mundo. Sentimos algo de hambre, pero nos percatamos de que, confiados en poder comprar algo de fruta en la estación, apenas nos quedan unas cuantas galletas para las largas horas de viaje que nos esperan. Sacamos nuestras magras existencias y, tras un momento de egoísta duda, les ofrecemos a nuestros compañeros de viaje. El padre rehusa con un gesto de dignidad, pero Assa mete alegremente la mano en la bolsa, pagándonos con una alegre mueca de desparpajo y amistad.
Luego, es el padre el que saca una pequeña bolsita que contiene unos pocos ejemplares de unas bolitas transparentes como pequeñas perlas. Parecen ser caramelos artesanales de anís, que Assa mezcla con el azúcar que contiene otra pequeña bolsa, tan humilde como mimosamente plegada. Aunque él no toma, no sabemos si por razón de su penitencia o de su pobreza, nos ofrece generosamente. No podemos rechazarlo. Con la misma ceremoniosidad con la que un sacerdote limpia el cáliz y la patena después de la comunión, este hombre misterioso guarda las dos bolsas para sacar una tercera, llena de migajas de bizcocho. El ritual se repite. Assa coge, nosotros cogemos y él rehusa comer de nuevo. Luego, guarda la bolsa con el mismo ceremonial parsimonioso.
En la última parada subió también un tipo grande, con una larga túnica y un gorro de lana musulmanes. Nada más entrar en nuestro departamento, ató ostensiblemente una maleta de cuero negro a un saliente metálico con una cadena que cierra con un candado. Una abultada cartera abultaba el bolsillo de su túnica junto a un moderno móvil. Evidentemente, está en otro nivel.
Al principio, el tipo mantuvo las distancias, pero ha ido esbozando y luego dibujando sonrisas cada vez más amplias al contemplar nuestro curioso diálogo mudo de cortesías mudas. Pasado un rato, saca su propia cena: una especie de ensalada en vinagreta, muy picadita, que embute en unas tortas de pan de harina de lentejas. Sólo habla lo que parece ser urdu, ni una palabra de inglés, pero sus sonrisas de hombre satisfecho son tan válidas como las de Assa y su padre, como las nuestras, para comunicarnos. Con una de ellas, nos ofrece parte de su cena. Así, la improvisada ceremonia de comunión se completa.
Un rato después, la luz de exterior desaparece. Cae la noche e intentamos dormir de la mejor manera posible sobre las incómodas tumbonas en que se transforman asientos y respaldos de asiento de nuestro departamento.
Pasa un tiempo indeterminado de duermevela y traqueteos hasta que el tren se detiene por un buen rato en una gran estación que identificamos como Jaipur, la capital de Rajastán. Confusamente, más dormidos que despiertos, vemos como el padre de Assa saca a su hija en brazos del vagón. Apenas atinamos a hacerle adiós con la mano. Nunca les volveremos a ver. Nunca les olvidaremos.

Y aquí llegamos, semanas después, al fin de nuestro relato, que ha durado más que una telenovela venezolana. Para quitar posibles malos sabores de boca, una bella reflexión final. Bob Dylan y su It takes a lot to laugh, it takes a train to cry (Cuesta mucho reír y basta un tren para llorar). El sonido es horrible y la versión no es la mejor, pero la canción es grandiosa.

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