3 de marzo de 2013

Exilios

Hace mucho tiempo ya que no veía el blanco de la plantilla sobre la que escribo ahora. Más de dos meses sin tocar este blog que no aspira a otra cosa que dejar testimonio de mis atinados o desatinados pensamientos. Ha sido un tiempo de cambios acelerados en un año de cambios radicales en el largo y sinuoso recorrido que seguimos las que un gran amigo gusta de llamar personas curvas.
No, no me embarga la tristeza. Pueda que sienta un poco de melancolía, eso sí. Escribo desde el frío y nublado Londres, en donde vivo desde hace ya casi dos semanas y que será mi ciudad por cerca de un año al menos.
El pasado mes de diciembre, en paralelo al inminente fin de mi contrato con Amnistía Internacional España, el Secretariado Internacional de esta organización de lucha por los derechos humanos convocó una plaza en su oficina de prensa para cubrir el área de América Latina. Y aquí estoy.
Los días que llevo aquí han sido tan ajetreados que sólo ayer me golpeó la nostalgia. Ayer y quizás hoy. He pasado el día en el hotel para descansar, hablar con familia y amigos (qué gran invento Skype), escribir... En suma, digerir un poco lo que ha pasado a lo largo de esta ya casi quincena londinense.
No voy a contar todas mis idas y venidas. Los que tienen que saber de ellas ya las conocen. Pero sí que quería hablar de una palabra: exilio. Una palabra bastante presente en mi vida últimamente, a veces de forma inconsciente.
Ayer la citó Luisa, una abogada que es amiga de una gran amiga española y que vive en Londres desde hace tres años. Trabaja para la OSPAR, una organización cercana al sistema de Naciones Unidas que se ocupa de la protección del medio marítimo del Atlántico del Noreste. La conocí a ella y a su marido Alfredo ayer. Me citaron para almorzar en un bonito pub de Kensington llamado Britannia. Después de las presentaciones hablamos, más que nada, de la situación que atraviesa España. En un momento dado, Luisa dijo: "podríamos estar en un café de exiliados españoles en México en los años cuarenta, hablando de cómo y cuándo Franco va a caer".
Por la noche, en un ambiente muy diferente, volví a pensar en la palabra. Olof, un compañero de trabajo sueco, me invitó a una fiesta en el piso de una chica española que conoce. La nutrida asistencia pertenecía a una tribu bastante internacional de jóvenes profesionales entre los que había muchos españoles. Nadie dijo nada (entre otras cosas, cuando llegamos la gente -y nosotros- ya llevábamos varias cervezas encima y no era cuestión de dedicarse a la filosofía sociológica de segunda fila), pero el sentimiento de exilio estaba muy presente. Los españoles tampoco necesitamos muchas excusas para hacer una fiesta. Pero se notaba una cierta necesidad de unión, una cierta solidaridad de desconocidos que tienen sus conocidos en la distancia, un impulso hacia una compasión bien entendida y una disposición a convertir soledades mutuas en compañía. Claro que a lo mejor todo ello tiene que ver con las cervezas que tomamos.
El exilio, la sensación de haber sido expulsado es el sentimiento con el que vive José, un conocido medio español medio venezolano con el que me cité hace una semana. José era un muy reputado profesional del marketing al que la crisis le pilló a contrapié, intentando levantar un proyecto profesional arriesgado. Ahora está trabajando aquí en lo que él llama mierdi-curros, esperando que llegue su hora, que no tengo duda de que llegará. En España no encontraba ni eso.
Es también el sentimiento con el que seguramente vive la mujer saotomense que estaba esta mañana haciendo las habitaciones del hotel. Yo le dije que no hacía falta que hiciese la mía en inglés, pero no me comprendió y me respondió en francés. Cuando le pregunté de dónde era y me dijo que de Santo Tomé empecé a hablarle en portugués y me confesó que apenas habla inglés. "Pero hay que trabajar para ganarse la vida y aquí estoy".
No son historias extraordinarias. Es la historia de todos los inmigrantes y exiliados del mundo. Una categoría a la que, aunque es verdad que permaneciendo en el lado soleado de la carretera, ahora pertenezco. Son las historias que me han rodeado -en parte- estos días de Londres. Mis primeros días de exilio. Un exilio muy amable, como prueba en parte la foto de la amplia habitación de hotel que está siendo mi casa en esta quincena.


En fin, les dejo con el León de Belfast:

No hay comentarios: