Paseamos por la vieja mina, entre ruinas de la historia. Pedro nos cuenta como los hijos de los mineros se quedaban quietos a la puerta de sus casas, sin jugar, apenas sin reír o respirar, hasta que su padre volvía del pozo. A cincuenta metros bajo tierra, rodeados de los fantasmas de los forzados que redimieron aquí su condena, se escucha el estremecedor silencio de entonces. Sobre todo, el que seguía a los toques inesperados de campana que anunciaban desgracias.
Pero la mina, que fue todo, ya no lo es. Ni siquiera para los visitantes a este pueblo perdido entre la Mancha y las sierras despobladas en donde comienza Andalucía y la Extremadura.
Hay amistad, regalos, debates apasionados para intentar entender el mundo y su sinremedio. Un paisaje alucinado de sol de otoño. Vinos, comida, risas, su rostro sonriente...
Es un pecado pedirle más a la vida.
Quizás, tan sólo, una vieja y emocionante canción que el descrédito en que ha caido la lucha de clases hace que nos suene vieja y cansada.
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