7 de enero de 2011

Postal desde India - en el tren Jaisalmer-Delhi II

Ante la perspectiva de pasar las casi veinte horas de tren que nos esperan para trasladarnos desde Jaisalmer a Delhi, intento relajarme en la litera superior de mi compartimento, pero resulta difícil. Los vetustos ventiladores del vagón apenas consiguen disipar el torbellino de arena que entra por las ventanas desde el desierto que circunda nuestro avance y que parece tener cierta querencia a la amable curvatura del techo del vagon, del cual estoy tan cerca.
Afortunadamente, el Tar no es un desierto tan sólo de arena y dunas idílicas. La morfología de su paisaje es muy cambiante y ahora que atravesamos una región más rocosa, la situación mejora. Cesan los aportes de arena del exterior, y los ya recibidos parecen dispuestos a permanecer quietos sobre equipajes, ropas y demás elementos que conforman el entrañable paisaje de nuestro envejecido vagón, que será nuestro vagabundo hogar durante un buen puñado de horas.
Hacemos varias paradas en pequeños apeaderos atestados de gente, y el vagón se llena. En las cabinas destinadas a seis pasajeros viajan ocho, diez o hasta doce personas. La incomodidad de la situación, ha pasado a segundo plano, sin embargo. Tras la parada en la última estación, se ha sentado en nuestra cabina un hombre de gesto adusto, piel oscura y barba de muchos días acompañado de una niña. Toda la dureza del gesto de él la compensa la sonrisa de la niña. Una sonrisa de dientes blanquísimos y ojos vivaces, acuosos, grandes como para contener el mundo.
Una sonrisa provocadora que ilumina todo el universo, de repente reducido a este vagón, cuando responde a nuestras muecas, cosquillas, juegos de manos, piruetas de las marionetas que inventamos con dedos, fulares o sombreros para complacer la avidez de vida y diversión de esta princesa pobre que se ha colado en nuestras vidas.
La cabina se ha transformado en un teatro. Un teatro en el que esa niña y nosotros somos los actores y el agradecido y entregado público son la decena de indios que miran, sonrientes, nuestros juegos cómplices, hipnotizados por la sonrisa de nuestra princesa o enternecidos por el detalle de humanidad de unos extranjeros que no se refugian en las literas superiores. O, tal vez, simplemente, viajeros cansados como nosotros que se aferran a la única distracción posible en este vagón que atraviesa el desierto entre nubes de polvo y olor a gasoil en combustión.

Pasamos, después de este avance en la narración, a unos minutos musicales. Raul Seixas es un roquero brasileño injustamente desconocido en España, pero muy popular en Brasil. Os dejo con su místico tren de las siete.


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