25 de enero de 2011

Postal desde India - En el tren Jaisalmer-Delhi III

Los adictos ponemos nuestros vicios por encima de la vida, así que, pese a no poder dejar de mirar los ojos de mi nueva dama, ni dejar sin respuesta sus demandas de juego, risa y vida, el síndrome de abstinencia me impulsa a buscar el desahogo de un cigarrillo. Salgo pues, a la plataforma del vagón, convertido en una especie de muestrario de tipos, en un museo antropológico vivo. En una de las cabinas, militares jugando a las cartas. En otra, militares conversando en un tono que a mí se me antoja licencioso con mujeres del desierto, probablemente gitanas. La monotonía de sus uniformes verdes de camuflaje y tela basta contrastan con el abigarrado espectáculo de los trajes femeninos de multitud de fucsias, rojos y amarillos, realzados por los pendientes, collares, anillos nasales, tobilleras y pulseras de oro y de plata que lucen, como estrellas sobre la noche, contra la piel de cobre y ébano. En otra de las cabinas, viejos guerreros rajputas con sus orgullosos y multicolores turbantes y sus viriles bigotes charlan animadamente. Desde el privilegiado mirador de una plataforma de un vagón de segunda clase indio, protegiéndome de la polvareda y del humo, pienso en que el mundo es colorido, ancho y no tan ajeno.

Vuelvo a la cabina. Viene conmigo un tipo con el que he cruzado  algunas palabras en la plataforma del tren. Se sienta, uno más entre un millón, en nuestro compartimento y, pese a su mal inglés, tras cambiar unas palabras con el padre de la niña, nos informa de que nuestro amigo vuelve de una peregrinación de más de 700 kilómetros a pie y 17 días de marcha desde Delhi a no sé qué santuario famoso cercano a Jaisalmer. Una peregrinación en la que su única compañía fue su hija y de la que guarda el  único recuerdo material de una foto apenas sin foco, a todas luces realizada por un fotógrafo callejero.

Transcurren los kilómetros y los minutos, y el tren atraviesa el desierto y la tarde sin que la animación decaiga. Ahora la novedad es que Assa –así llaman a la niña- ha sacado de la mochila de su padre una rudimentaria cartilla plastificada, llena de imágenes de objetos de la vida cotidiana, con sus nombres escritos en hindi y en inglés. su padre, con paciencia y ternura infinitas, le va señalando objetos y ella pronuncia, insegura o decidida según el caso, la palabra. A su vez, ella me los señala a mí mientras repite la palabra, con el bienintencionado objetivo de inculcarme alguna lección de su lengua materna. El polvo del desierto y la incomodidad del vagón han quedado atrás. Bueno, están todavía ahí, sin duda, pero no nos acordamos de ellos. Estamos deslumbrados por el espectáculo de la fraternidad humana. Una fraternidad sin palabras, hechas de gestos cómplices, de deseo de entenderse.

Una vez más, os hago víctimas de mi prolijidad narrativa. En fin, para compensar, os propongo un nuevo tentempié musical. Indio, por supuesto. Ravi Shankar y George Harrison por mantras.

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