14 de diciembre de 2010

Postal desde Chad - Una mañana en el aeropuerto de Yamena (2ª parte)

Hay muchas estaciones de autobuses en Europa que son más grandes que el aeropuerto de Yamena. Pese a ello, la instalación estaba prácticamente vacía. Parecía evidente que la precaución de acudir al primero de los dos posibles horarios de vuelos había sido innecesaria y nos esperaba una larga espera. Pasamos un primer control en que nuestros equipajes fueron inspeccionados visualmente por agentes de un cuerpo de seguridad imposible de distinguir, pues cada uno vestía un uniforme completamente diferente del de los demás. Después, facturamos las maletas y pasamos el equipaje de mano por el escáner para penetrar en una sala de espera bastante nueva. Jesús nos aclaró que estaban renovando el aeropuerto y mostró su satisfacción por cómo la nueva salía, comparativamente hablando, ganando con respecto a la anterior.
Al cabo de una hora de espera, el tedio y la sed eran insoportables, así que me fui a dar un paseo por los dominios del área de espera del aeropuerto. A estas alturas, la en principio impoluta  y diligente vigilante del escaner ya se había relajado y medio sesteaba sobre la silla echada para atrás y apollada contra la pared. Seguíamos siendo (creo que junto con un chino o japonés sentado a una prudencial distancia de nosotros) los únicos pasajeros en espera de nuestro avión. Jesús, medio en serio medio en broma, comenzaba a especular con la posibilidad de que nos tocara recoger los bártulos y volver a la casa de huéspedes del arzobispado de Yamena para esperar al avión hasta el día siguiente.
Subiendo unas escaleras y abriendo una puerta me encontré con un bar de suelo enmoquetado y sillones donde negros cargados con pulseras de oro e hindúes con pinta de ricos comerciantes, vestidos impecablemente de blanco, bebían cervezas y combinados. El lugar tenía un aire decadente e irreal. Era una especie de remanso de confort en ese inhóspito aeropuerto. Algo a medio camino entre un cabaret golfo y el Café Americain de Rick en Casablanca. La barra la atendían dos espigadas chadianas de rostro tan bello como su figura, vestidas con unos vestidos estampados muy coloridos que realzaban la tersura de ébano de su piel. Uno se imaginaba que todo tipo de comercio era posible en ese lugar. Pero el único comercio que me interesaba en ese momento era el de bebida.
Bajé a la desolada sala de espera para informar a mis compañeros del hallazgo y sugerirles hacernos fuertes en el bar hasta que llegase el avión. Les pareció demasiado trajín mover todos nuestros archiperres escaleras arriba. Además, Jesús no se fiaba de que el avión pudiese llegar y marcharse sin nosotros si no estábamos atentos. Me dijeron que no me preocupase, que me tomase una cerveza tranquilamente en el Edén recién descubierto, pero no me pareció justo, así que busqué otra alternativa.
"Siento molestarla", dije en mi pobre francés a la indolente policía de fronteras, ya casi dormida con la frente apoyada en el escáner, "quería hacerle una pregunta: ¿sería posible bajar del bar unas bebidas a la sala de espera? Tenemos mucho equipaje y nos resulta engorroso trasladarlo todo allí. Y parece que el avión se retrasa". "No se preocupe, el avión llegará hoy", dijo, como para alejar de mí todo miedo. "No, no hay problema, baje las bebidas que quiera", me respondió con un gesto de marcada indiferencia y rumiando en su mirada un pensamiento acerca de las raras costumbres de los blancos.
Subí al bar y le pedí a una de las dos encantadoras chicas que atendían la barra un par de refrescos y una cerveza. Puso las botellas y tres vasos en una bandeja con movimientos tan pausados como elegantes y, cuando, tras pagar, me disponía a bajarlas a la sala de espera, me detuvo con un gesto amable. Dio la vuelta a la barra y me pidió que, por favor, la precediese. Hice, pues, una entrada triunfal en la sala, bajando las escaleras escoltado por la bella camarera, ante la sonrisa entre incrédula y divertida de mis dos compañeros.
Comenzamos a consumir las bebidas y, entonces, estalló una pequeña tormenta: un policía (o militar, ya he dicho que los abigarrados uniformes eran un tanto indescifrables) se acercó hasta nosotros furibundo, mostrando su disgusto por cómo unos supuestamente civilizados hombres blancos (bueno, no todos, Constantino es bien negro) habíamos convertido un lugar tan honorable como la sala de espera del aeropuerto de Yamena en poco menos que un lupanar.
Le explicamos que su compañera nos había autorizado y le aseguramos que no habíamos pretendido ofender ni comportarnos con prepotencia, le pedimos que atendiese a la gran cantidad de equipaje de mano que transportábamos, nos excusamos una y otra vez y le pedimos que nos dejase terminar tranquilamente la bebida, prometiendo hacerlo pronto. Con todo esto, el tipo, como dice el clásico "fuese y no hubo nada".
El avión llegó en un par de horas más, cuando nuestra paciencia ya desfallecía. Tras identificar nuestro equipaje ya facturado en medio de la pista (una costumbre que ya he visto en otros aeropuertos africanos), montamos en un avión tripulado por dos azafatas negras vestidas al modo africano y varias otras de rasgos marcadamente eslavos. Los letreros del avión estaban escritos en inglés y en un lenguaje lleno de zetas acentuadas, nada africano. El misterio se desveló cuando una de las azafatas nos aclaró que estábamos volando en un avión serbo-montegrino, alquilado, con tripulación y piloto incluídos, por las líneas aéreas camerunesas. África siempre reserva sorpresas.

El avión despegó y, tras un momento de incertidumbre y amplios balanceos en el que alguno de nosotros apretó fuertemente los dientes para darse valor, emprendió rumbo hacia Duala, en Camerún. Fue un viaje plácido, tan plácido como la Samba do aviao, de Tom Jobim. Con ella os dejo.


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