4 de diciembre de 2010

Trabajador

Trabajo en una ciudad distinta a en la que vivo (o a en la que tengo mi casa, al menos), y salvo la distancia entre una y otra en tren. Esto me hace ser consciente de mi condición: soy un trabajador. Es verdad que ejerzo una profesión liberal (al menos, teóricamente; si yo tuviese que decir mi verdad, pienso que lo que ejerzo es una profesión terriblemente precarizada) y que trabajo en una institución cultural; que no visto mono ni uniforme de trabajo. Pero quienes van conmigo de vuelta a casa son sudamericanos, ucranianos, rumanos, africanos que vuelven a casa de sus diferentes tajos. O de buscarse tajo. Como decía Sabina, a esa última hora de la tarde que en invierno ya es noche y que en primavera y verano la anuncia, el vagón huele a "carne de cañón y soledad".
Los teóricos sociales dicen que, tras un periodo en que la clase trabajadora se estaba volviendo clase media, ahora es la clase media la que se está proletarizando a marchas forzadas. Creo que, simplemente, en la mayoría de los casos, más de la mitad de la población nos estamos lumpemproletarizando. Nos hemos convertido en mano de obra de reserva que se pelea duramente entre sí para ocupar puestos de, con un poco de suerte, mileuristas. Al menos, eso es lo que sucede en los sectores en los que me muevo: el periodismo y la cultura. Sin tanto tecnicismo, todo esto se puede resumir en una frase de Charly García, más cierta que nunca en esta situación de crisis en las que las sartenes se rompen siempre por el mango: "Nos siguen pegando abajo".
Desengañémonos, compañeros: Terminado el espejismo del sueño americano de los nuevos ricos, queda la realidad: somos trabajadores, y tenemos más en común con el ucraniano que viaja a nuestro lado en el tren que con los representantes de las 39 empresas españolas más importantes que se reúnen con el presidente de este país para darle lecciones acerca de cómo capear la crisis. Las identidades culturales están bien. Pero no nos pueden hacer olvidar algo tan básico como la conciencia de clase. Si nos empeñamos en trazar líneas divisorias en nuestras sociedades teóricamente abiertas, la frontera no está entre nosotros y los ucranianos, sino entre los qnadamos contracorriente para que no nos engullan las aspas del molino satánico del mercado y los que son dueños del molino y recogen el grano.


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