30 de diciembre de 2010

Postal desde India - En el tren Jaisalmer-Delhi I


En la estación de tren de Jaisalmer cogemos el tren que nos ha de llevar, en unas 20 horas, hasta Delhi. Hace un calor sofocante. Grupos de jóvenes con la adolescencia a fiel de piel se pasean por el andén, gritones y llenos de ganas de vacilar a cualquiera, extranjero o no, con quien se crucen. Dentro del vagón, el calor es infernal, la atmósfera es  opresiva y asfixiante. Fuera, el sol recalienta la cabeza y nuestro vagón está parado en una zona en la que no hay un maldito árbol que amortigüe la dureza de sus rayos. Sudamos. No sabemos muy bien si cocernos dentro o achicharranos fuera. Los asientos del vagón, que a todas luces ha conocido tiempos mejores, están bastante sucios. Los servicios exhalan olor a orín, un olor que se va haciendo más y más intenso conforme aumenta la demora de la partida.
Un nutrido grupo de militares se instala en el vagón, despejando la amenaza de tener que sufrir la compañía de  adolescentes llenos de vitalidad que, según nos explican luego, son algunos de los numerosos reclutas que llegan a Jaisalmer, la última ciudad de cierta importancia antes de adentrarse en el desierto del Tar hacia la frontera con Pakistán, para incorporarse . Estamos en una zona militar y políticamente sensible. Soldados y oficiales visten uniformes de camuflaje y sombrero de tela. Cargan pesadas mochilas con espaldares de hierro, algún fusil automático y negras cajas metálicas que se nos antojan de munición, pero que podrían ser perfectamente de cualquier otra cosa. 
En la cabina de al lado, dos turistas japoneses se han atrincherado con sus mochilas y sus botellas de agua en las literas superiores, y parecen dispuestos a defenderse de toda agresión o contacto como si les fuese la vida en ello.
Finalmente, el tren arranca. Una vertiginosa tormenta de arena penetra por las ventanas abiertas. Nos apresuramos a cerrar las de nuestra cabina, pero algunos de nuestros compañeros de viaje prefieren aguantar el polvo al calor. Alguien del grupo de tres turistas que formamos echa de menos la primera clase y maldice nuestra falta de previsión al comprar el billete. Personalmente, dudo de que haya primera clase en este tren. Salgo a la puerta del vagón, a ver si el panorama es distinto, pero me resulta imposible respirar con tanto polvo. Atravesamos el desierto del Tar a un ritmo parsimonioso, entre densas nubes de polvo que se mezclan con la espléndida columna de humo que despide la máquina de gasoil de nuestro convoy. Un panorama idílico para afrontar 20 horas de viaje, ¿no? 

Un poco de música india servirá para amenizar la espera de la próxima entrega. Seguro. 


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