16 de diciembre de 2010

Postal desde Cuba - Un desayuno en Santa Clara


Acabamos de levantarnos y el calor es ya sofocante. Nos desperezamos y bajamos a la cocina a la espera de que lleguen Marisa y Susana, que se quedaron a dormir en casa de Dora. Alfredo, Fer, Pedro y yo hemos dormido aquí, en casa de Tony. No tenían sitio para todos en una misma casa y no consintieron de ninguna manera que nos fuéramos a una casa de huéspedes o un hotel. Todo ello, pese a que sólo conocemos a esta familia de forma tangencial. Ernesto, uno de los hijos de Dora, trabaja con la hermana de Susana y Alfredo y, cuando supo que veníamos a Cuba de viaje, nos dio algunos paquetes para su familia. Hicimos idea de pasar a visitarles, por tener algún contacto local no mediatizado por nuestra condición de turistas y aquí estamos. Pese a no conocernos de nada, la conversación fluye con naturalidad, como si fuésemos parientes o amigos de toda la vida. Sólo sentimos una punzada de pudor cuando nos preguntan por Ernesto, por cómo está.
Estamos en la ciudad de Santa Clara, en el corazón de la isla. el lugar en el que el Ché Guevara, descarrilando un tren blindado, abrió definitivamente las puertas de la victoria a una revolución que fue pura, que fue necesaria y que, vista de cerca, sin los idealismos llenos también, por decirlo todo, de mala conciencia, no resulta tan justa, tan laicamente santa. Patria o muerte, venceremos, es un slogan que queda bonito en los posters, pero que en la cotidineidad resulta un callejón sin salida, a veces angustioso, incluso para los pueblos mestizos tocados por el don de la alegría que da la luz del Caribe.
Dora, la matriarca de la familia, nos pregunta si queremos comer unos huevos fritos para desayunar. Los chicos decimos ingenuamente que sí. Nos hemos acostumbrados a unos desayunos en general opíparos en las casas de huéspedes en las que nos hemos alojado a lo largo de una semana de estancia en Cuba.  Desayunos servidos por gente humilde y luchadora como Dora y su familia, pero que, debido a su negocio, tienen acceso al maná en forma de billetes con la efigie del fundador del imperio. Ese imperio tan cercano y tan lejano, tan amenaza y tan, para muchos también, promesa.
Mientras se prepara el desayuno, no sabemos cómo, surge la conversación sobre la cartilla de racionamiento. Dora –¿O Guillermo, su otro hijo varón?– nos cuentan con naturalidad, entre otras cosas, que incluye cuatro huevos por persona adulta al mes. Una miseria, pensamos automáticamente. A continuación, nos damos cuenta de que es lo que generosamente nos han regalado. Cuatro tipos hechos y derechos, occidentales bien alimentados, nos disponemos a devorar la ración de huevos de un mes de un cubano adulto. Ya no hay vuelta atrás. Los huevos se están friendo. Sería una descortesía rechazarlos, tan sólo  un intento inútil de despojarnos de la vergüenza que sentimos  avergonzando a  nuestros huéspedes, trazando una línea entre ellos y nosotros, haciendo  explícito el hecho implícito de la diferencia de estatus. Aquellos huevos fritos son, posiblemente, los  que menos he disfrutado en mi vida.


Para quitar el mar sabor de boca, nada mejor que el buen son, ya sea al estilo clásico:





o al moderno: